sábado, 28 de agosto de 2010

Catrina


Venía sólo a mirarlo, silenciosa, escondida. Él supo después que venía por sus palabras, cauta, tímida. Le enchinaba la piel su discreto reflejo en el cristal a lo lejos, le aterraba su presencia pero le inspiraba. No podía mentirle, lo sabía, y procuraba no hacerlo en sus manuscritos. Cuando le decía, flaquita, es que lo era; si le expresaba su admiración y respeto por ser mas justa que el azar, no le mentía. Le temía. Por su juicio insobornable, por la eficacia en su encomienda, impía. Apenas llegó ahí y comenzó a presentirla, se dedicó a escribirle sólo palabras bellas, sincero. La deseaba pero le rehuía. Quizá inconscientemente inició este juego de misivas, donde le escribía, cariñoso, que era la gran incomprendida. Al principio, intuía su presencia con un escalofrío, ahora, la percibía sereno, anhelante, y la miraba de reojo en el cristal a lo lejos, con su mirar triste de lamento de grulla aunque viniese vestida como catrina. Con su silueta donosa en que se viste la carnalidad. ¿Por qué no se acercaba? ¿Qué la detenía? Si en ella misma la puntualidad se define. En tanto se mantenía cautelosa, coqueta, sensual y escondida. El, con su lúdico tejido de palabras escritas, y esas prosas dirigidas a ella, la frenaban, suponía, se empeñaba más en su labor porque la pretendía al mismo tiempo que la resistía. A ella, a la villana, a la insensible, a la reina del reproche y emperatriz de la injuria, a ella, anfitriona de lágrimas pocas o nulas palabras de amor le han ofrendado nunca. Y le escribía amoroso que en su mirada profunda cabía el universo, que su tacto glacial reservaba cándidas caricias, que en su pálido tórax se mamaba consuelo, que su eterna sonrisa era virgen de besos, que en su coxis de mármol se fecunda la vida. Ella le miraba, ¿enamorada? ¿vanidosa? ¿agradecida? quizás, y dudaba. Jamás se había visto que su pulso vacilara, pero la sentencia de él, sin explicación, se posponía día con día. Él, escritor de vocación, dedicó su vida a la narrativa, sus palabras y oficio lo condenaron al encierro, y un sumario veredicto le sentenció los días. Le escribió porque era su labor y pasión, y al descubrila, piadosa, discreta y tímida, se propuso seducirla, pero a ella no se le engaña, lo sabía. Ella leyó la sinceridad de sus palabras, aunque no fue capaz de encontrar en sus versos el sutil ocultamiento de su cobardía ni el hartazgo a la vida. La anhelaba. La deseaba cada noche, cada amanecer, pero le temía. Ella, inescrutablemente, también.

sábado, 14 de agosto de 2010

Encajes

Deseaba la invisibilidad absoluta, un mágico poder que controlara a su gusto y conveniencia, y no solo pasar inadvertido como tanta gente que sin proponérselo lo consigue. Soñaba. Tenía un plan perfectamente trazado por si Dios, o alguna lámpara maravillosa le concedían su deseo. Mientras tanto, en lo que su sueño dorado se volvía realidad, iniciaba pininos en el bello arte de los besos y arrumacos. Cada noche, más bien, cada vez que a Carina se le antojaba, lo llamaba e iba a su casa a una corta sesión de caricias y zalamerías clandestinas. Ella, dos años mayor, y con mas oficio magreatorio, le enseñaba a navegar por un cielo nuevo en cada ocasión. Se sentaban al sofá, apagaban una luz, y encendían junto con la tele sus apetitos concupiscentes. La práctica amatoria nunca iba más allá de besos y abrazos, en contadas ocasiones, dependiendo de la voluble e inescrutable fogosidad de Carina, le dejaba palpar sus senos por encima de la ropa, pero esta vez, que ella portaba una blusa con botones más frágiles que su voluntad, pudo traspasar la primer barrera y su mano hurgaba los encajes del sostén. Entonces, escuchó como un retumbo la voz de su tío que le gritaba; “Pero que estás haciendo maldito huerco infeliz. ¡Si es tu prima!”. En ese momento, pero más que nunca, deseó como nunca antes la invisibilidad completa.

Tratado de cursilería

Si pudiera decirte los versos más tristes esta noche sería Pablo Neruda pero desafortunadamente no lo soy, más es importante que me escuches sin interrumpirme. Me gusta cuando callas porque estás como ausente diría Neruda nuevamente para decirte que guardes silencio sin que suene a imposición, pero… es que he ensayado tantas noches en mi mente este discurso que no admito obstáculos, de lo contrario, me vería obligado, como niño de primaria que se aprendió de memoria la recitación, a rebobinar y reiniciar desde un principio. Con toda seguridad me vería ridículo.
La vox populi dice que a los 25 años se está viviendo la flor de la vida. ¿Por qué arranco mi discurso de ahí? porque cuando yo estaba viviendo esa edad, tú estabas a punto de ver por primera vez la luz y de llegar a iluminar el mundo. A los 25 hay un sinfín de cosas por descubrir, un abanico inmenso de posibilidades para disfrutar la vida. Atrás quedaron los juegos juveniles, dando paso a la independencia y la responsabilidad, pero con una fuerza interna vigorosa de donde parte el ímpetu para intentar recomponer éste nuestro mundo tan deteriorado. En cambio yo, he caminado en este planeta la mitad de un siglo, gracias a Dios aún con salud, y si no con la fuerza de un roble, sí con unos brazos y piernas que se desenvuelven aún con cierta agilidad y firmeza. Debo confesar que la vista se me ha gastado un poco al igual que los dientes, algunos de mis músculos les ha dado por hibernar antes de tiempo como lo constatan la barriga, la papada, las comisuras de los labios y las bolsas aguadas bajo mis ojos. El cabello pasa ahora por un estricto control de natalidad, y aquellos atrevidos que nacen, lo hacen con tendencias albinas, paradójicamente ahora crecen ingenuos en sitios insospechados como nariz y orejas. Mi mente está mejor que nunca o igual de mal que siempre, sólo que ahora se ha vuelto levemente más testaruda y un poquito olvidadiza, pero mi corazón, mi alma, mi espíritu o como lo quieras llamar, está más vivo que ayer, y eso, te lo debo a ti. Si la resurrección es posible, a ti te debo el milagro, le has inyectado vida a este cuerpo desalmado. Si volteo unos pocos meses hacia atrás, veo al zombi, al robot que vive en automático nada más porque sus mecanismos funcionan, pero desde que me enamoré de ti, sí, sí, escuchaste bien, desde que me enamoré de ti he vuelto a vivir nueva y plenamente, casi se podría decir que me has parido de 50. Cuando escucho tu voz se ilumina el día, pero cuando mi ojos te ven, hay festejo en mi vientre y por mis venas nada la alegría. Claro, ese gozo efervescente lo tengo que contener para disimular mi entusiasmo y que el corazón no salga a abrazarte. Cuando estoy contigo hasta me gusto, brota lo mejor de mí con el afán alevoso de agradarte, pero cuando te pierdo, sobre todo en las noches, vuelve la idiota cordura que arredra a la magia, reprende a esta bella locura de onírica poesía, le implanta un bozal a los sueños y encadena los sentidos, rapta a mis duendes, intimida a mis musas, y pone frente al paredón a las carcajadas que intentan escapar. Entonces, me refugio en la almohada buscando inútil el olor de tu pelo, y hambriento imagino la fresa de tu aliento, y ato mis manos a las rodillas cuando florece en mi mente tu imagen en decúbito dorsal radiante y ansiosa. Yo mismo condeno y limito a mi imaginación hedonista, y le edito sus metas por guajiras. Me calzo mi traje de esposo y padre responsable, y en sumarios juicios condeno mis bases religiosas, principios morales y normas sociales. Reclamo a Gardel por mentiroso y un sudor febril atrae al insomnio, y así, al no poder dormir, me obligo a recordar tus ojos conjeturando un poco el sabor de tu beso. Enredado en esa vigilia, me concedo el permiso de figurar que me amas, mi somnolencia ansía penetrar en tu sueño, y sueño que me piensas y me veo en  tus quimeras, -o en las mías, porque para esas horas ya estoy un mucho confundido-, que nos tomamos las manos y nos bebemos los cuerpos para que así no estorben en la fusión de las almas, y hacemos una esencia y soy libre de nuevo... Cuando me grita el reloj y a comenzar de vuelta. Me amanece el día con el deseo de verte. No se me escode tu imagen ni un segundo del tiempo y vuelvo por fin a verte con risa en mis adentros. Pero qué egoísta soy, me reclamo por dentro, “Ésta joven perfecta debería liarse con mi hijo” me escupe inmisericorde la irónica conciencia, y siento agonizar la rebelde locura de cristalizar mi empeño al pesar en la balanza tus años y los míos. Me aterra enfrentar al viejo del espejo, y lo evito, y me pongo a fantasear en que te gusto un poco, que esta bella utopía tiene algo de factible, que hay música en mis pálpitos, que hay rima en los suspiros, que mi escaso intelecto le es atractivo a tu cuerpo, que mi experiencia lo agradecerá tu lecho, que un corazón vibrante lo reconocerá tu anhelo. De vuelta al espejo con mi ánimo renovado lo enfrento desafiante, pero me desarma con un solo dedo, señalando violento la huella cruel del tiempo, mis carnes colgadizas, mis bíceps sin conejo, mi mirada sin brillo, mi aroma de lo añejo. Derrotado le estrello mil caras de un puyazo, e irónico me burlo de verdades a medias relativas como el mismísimo tiempo. Pues cuando pienso en ti se resbalan 25, soy joven nuevamente como un primero de enero, soy otoño en primavera, soy ceniza de ave Fénix, soy un rival feroz contra el Dios Cronos… Contigo vivo la muerte de la nada, sin ti, la nada de la muerte.

Esto está resultando grotesco y nada convincente, pero, quién que se haya visto enamorado ha cruzado inmaculado la mar de la cursilería. Es inevitable no salpicarse por no decir zambullirse en ella, como inevitable es que los colores se tornen pastel, que el piso se algodone, que el aire huela a eucalipto y que el lenguaje se cargue de diminutivos. Todas estas cosas que me parecían mariconadas ahora no me lo resultan tanto, se me enternece la mirada, se gelatiniza la rigidez de lo correcto, y los suspiros nacen por generación espontanea. Perdona si te ha parecido ridículo el monólogo, pero no se de que otra forma expresar este sentimiento que no me cabe en el pecho, que nació de ti, hacia ti y para ti. Si tan sólo experimentaras un ápice de este sentimiento… Y tan solo pido una simpleza; quiéreme.

Reinó el silencio. Ella, al terminar me miró con ojos sonrientes que se convirtieron de pronto en risotada. Tapó su boca de inmediato para apagar el carcajeo, y por entre nariz y dedos escaparon infames chisguetes de refresco que… me empaparon por fuera y me pudrieron por dentro.

Descubriendo Amércia

Ya sabía de su existencia pero no la conocía en vivo y a todo rosa y negro. Claro, eran otros tiempos, cuando conseguir una Play Boy cargando 13 años en su haber era una tarea harto difícil para cualquier mocoso de esa edad. El simple nombre me excitaba: Vagina. Era el fruto prohibido, el sueño deseado e inalcanzable para un puberto recién expulsado del cascarón por el ángel de la libidinosidad. El día que la vi de cerca, si es que proximidad se le puede decir a poco más de un metro de distancia, no concebí que algo tan bello tuviese un nombre tan inapropiado. Ahora, ya con un vocabulario de adulto, me sigue pareciendo un sustantivo equivocado. Acepto sin conceder, que los médicos lo refieran con ese término, como llamar falange a un diminuto hueso o aorta a una arteria, pero el sexo de una fémina no puede tener un nombre tan técnico. Vagina. Aún si ahora me preguntan cómo debe llamarse, sigo en blanco, sin dar con el término exacto. Sinónimos hay por decenas, que van desde los poéticos, pasando por los cursis, los vulgares y los nacos hasta la aberración. Desde ese entonces le llamo simplemente sexo, aunque la expresión me resulte ambigua y muy refutable.
Llegó ese día la vecina Fulana, amiga de mi madre, con su hermana menor, Violetta, recién desempacada del Edén a presentársela ya que se mudaría a vivir con ella. Por motivos que no recuerdo y que ni valen la pena indagar en el olvido, me recuerdo en la sala de mi casa sentado con tres mujeres, con Violetta colocada frente a mí con su sugerente falda. Un pequeño triángulo blanco bajo su faldilla llamó a trompetazos mi atención, que aunque yo fingiera mirar hacia otro lado, aquello me atraía con un magnetismo de hipnosis, por no decir que me tenía completamente idiotizado. Violetta debió darse cuenta porque estaba peor de aburrida que yo en aquella plática vecinal de cafecito y galletas, fue entonces que decidió divertirse abriendo y juntando las piernas, leve pero repetidamente. Mis ojos se abrían al compas de sus muslos y se cerraban hasta entornarlos como chale cuando el movimiento era inverso. Supe desde entonces, que aquel misterioso triángulo, aunque fuese enmascarado por una prenda de algodón, haría de mí lo que le viniera en gana, estaba y estoy completamente a su merced, su embrujo es más fuerte que yo. Ella lo sabía, cuatro años de más hacían una diferencia de una enciclopedia británica frente a un diccionario escolar. Decidió divertirse con su ocio y mi mente con su sutil aleteo de piernas. De un de repente, justo cuando el atrevido juego se tornaba peligroso, preguntó a mi madre dónde estaba el baño y permiso de usarlo. Yo decidí no moverme un milímetro esperanzado que mi día de buena fortuna continuara. Regresó a su lugar acompañada con un suspiro de alivio de mi parte que la conminó a sentarse. Maldije mi suerte por un instante al no poder encontrar más aquel triángulo claro y maravilloso, sujeto de mi más primitivo instinto animal. Pese a que su falda y sus muslos se encontraban de nueva cuenta en la posición original, la oscuridad de su entrepierna era absoluta sin el menor atisbo de una pista de su pantaleta blanca. Entonces… se hizo la luz. Abrió un poco sus muslos y me sonrió la felicidad pilosa acompañada de una carta de recomendación avalada por Eros, con un certificado de calidad de satisfacción total o la devolución de la cordura. Sudé. Literalmente sudé, y hoy le otorgaría un Oscar a la veracidad, a la escena de Sharon Stone mostrando impúdica su sexo ante una concurrencia masculina, embelesada y sudorosa. Hubiese dado respingos de algarabía al descubrir el tesoro del pirata de no ser porque estaba petrificado voluntariamente en mi asiento de vista panorámica. Me sentí Cristóbal Colón en la tierra prometida. Violetta sonreía disimuladamente con ambos labios. Me tenía a su entera disposición y lo sabía, a partir de ese momento era yo su esclavo leal y sin afanes de insurrección. Supe, sin necesidad de poseer dotes adivinatorias que mi historia en ése momento se partía en dos; en un antes y un después de mirar a la cara un sexo de mujer. Hoy, soy adorador de ese oráculo sagrado, de esa magia de continuo estreno que posee un coño aunque se trate del sexo de damas de alquiler. El monte de Venus -lo nombro así solo por citar un sinónimo poco vulgar y de los más acertados-, regala una calidez (y con éste adjetivo no me refiero exclusivamente a la temperatura) que invita a comprar un pedazo de terreno a perpetuidad. Viene equipado con aire acondicionado,  acolchonado con nubes primaverales, y sonido estereofónico de alta infidelidad. Confortable como baño de espuma, y tan convincente y seductor cual serpiente con manzana.
Escasamente una semana después, logré estar de frente con él. Violetta, con sus hormonas en grado superlativo, y su moralidad relajada; y yo que ya le había vendido el alma y endosado mi acta de nacimiento, fui presa facilísima de un supuesto engaño con guiños de complicidad. Llegó a casa preguntando por mi madre cuando ésta se encontraba de compras con su hermana y ambos lo sabíamos. Qué hombre que se precie de serlo, aún cuando sólo tenga trece años de historia, se atrevería a culparla de acoso sexual o corrupción de menores. Le abrí de par la puerta de la casa y de mi colmilluda ingenuidad, intuí con un brote espontáneo de sabiduría, que el ocio y el aburrimiento se combaten con una pizca de morbo, pero desconocía que se puede iniciar un fuego con la intensidad de un bosque en llamas con roces apenas de leña adolescente. Después de un juego burdo e inútil de preguntas vacías que van a ninguna parte, de un devaneo con tintes de regateo, por fin pasamos de la impaciencia a los hechos. Violetta me fue mostrando su sexo en pequeñas dosis hasta llegar a la Y griega de sus muslos, en tanto yo me hincaba a adorarlo y admirarlo de cerquita. A escasos centímetros del epicentro de mis anhelos, me embriagó la fragancia de su cuerpo, no exagero al decir que aquella fue mi primera borrachera, aquel aroma me inundó como un tsunami gigantesco de sensaciones y emociones inéditas que me iluminaban la entraña y erotizaba la dermis. Una corriente eléctrica me sacudió el espinazo. Me traicionaron entonces la edad y la calentura. Manché mi pantalón con un grifo prisionero, y una queja derrotada me delató por completo, a tiempo que se escuchaban taconeos maternos acercándose a la puerta. Nos sentamos a distancia y simulamos hablar de programas de televisión, ella adoptando una postura de niña norompeplatos y yo cubriendo con un cojín la bragueta. Pronto, vecina y hermana, se despidieron de nosotros, Violeta de mi mejilla con un beso esperanzador acuñado de ilusiones, y susurrando coqueta con tibio vaho en el lóbulo de mi oreja, que me cambiara el pantalón.

Eligiendo paraísos

Eloísa ingresó al convento sin haber cumplido los trece años de edad. Su abuela y su madre, con la autoridad jerárquica de la consanguinidad, decidieron que en cuanto tuviera su primera menstruación y antes que el demonio de la carne se le subiera a la cadera, consagrarían su cuerpo y alma virginales al Señor. De pequeña, padeció una enfermedad que la llevó a orillas de la muerte, fue entonces que su madre y abuela prometieron a la Santísima Virgen, que si se restablecía la ofrecerían a Dios.
Eloísa, sin vocación, pero sabedora de su destino, aceptó la voluntad del Señor, como se acepta lo que hay de desayuno un día cualquiera.
Cuando don Epifanio Jiménez, principal benefactor del convento Benedictino enfermó de gravedad, la madre superiora del convento envió a Eloísa y a dos novicias más para ayudarlo a bien morir. Ellas, además de atenderlo con devoción, ayudaban en los quehaceres cotidianos de la hacienda.
Una mañana que Eloísa acarreaba pastura al establo, vio sorprendida cuando un caballo con un enorme falo montó a una yegua. La imagen se adentró en su cabeza, y aunque quiso desviar la mirada no pudo. Se ocultó tras un pilar de madera para observar la escena sin ser descubierta. Un bochorno sofocó su cuerpo y entendió de golpe y por intuición, sin nunca habérselo planteado, los abismos de la sexualidad. Aquella imagen la acompañó por el resto del día, y ya en la noche, en la intimidad de su cuarto, la escena regresaba una y otra vez, aún y cuando ella intentaba pensar en otra cosa. Se hincó a rezar su rosario procurando recrear en su imaginación los pasajes evangélicos, pero el imponente potro resurgía apenas con cerrar los ojos. Sabía que eran tentaciones que enviaba el diablo para atormentar su alma. No quiso hablar al respecto con sus compañeras novicias, ya que seguramente se lo contarían a la madre superiora en cuanto regresaran y podía esperar además de un severo castigo, una interminable penitencia acompañada de un riguroso ayuno.
Por fin el sueño la venció, y al despertar a la mañana siguiente, sintió húmedas sus prendas íntimas. Recordaba imágenes intermitentes, ráfagas instantáneas de un placentero sueño; montada sobre un bello y brioso corcel blanco, con su ropaje de antaño, cabalgando presurosos en una verde campiña una hermosa mañana de primavera. No recordaba más. Se vistió presurosa para asistir con sus hermanas a la pequeña capilla de la hacienda a las oraciones matinales. Al llegar las novicias, la encontraron rezando con fervor y con lágrimas columpiantes en sus mejillas, y postrada a los pies de cerámica de la Virgen de Fátima. Terminando el oratorio sus hermanas se interesaron en su congoja, y ella mintió por primera vez, que ese día se conmemoraba el fallecimiento de su señor padre. Ocultó que jamás lo conoció. Si no sabía la fecha de su natalicio, mucho menos la fecha luctuosa. Su madre le contestaba cuando ella preguntaba por su padre, que había muerto. Sin ningún comentario adicional. Eloísa quería saber si había sido un padre y un marido cariñoso, que de qué había muerto, pero su madre la reprendía diciendo que la curiosidad era pecado, que no hiciera más preguntas o la mandaba a confesar aún cuando faltara mucho para que hacer su primera comunión.
En la cocina las criadas la pusieron a pelar pepinos y a su mente regresaron las imágenes de la tarde anterior. Al sentirse turbada, pidió a las cocineras ayudarles con la sopa u horneando pan, pero ellas comentaron que como don Epifanio ya estaba acostumbrado a su sazón, que mejor continuara con lo que estaba haciendo. Le temblaban las manos, con dificultad pelaba los pepinos, papas y zanahorias, y terminó cortándose al escuchar un relincho proveniente del establo.
A la muerte de don Epifanio, regresaron al convento. Ella, ya estaba serena.

Por esos días, el convento albergó a diez seminaristas y a dos sacerdotes instructores que pasarían un par de semanas en retiro espiritual. Estaba prohibido que coincidieran novicias y seminaristas en los patios durante los escasos ratos de descanso de ambas congregaciones, sin embargo, las novicias eran las encargadas de servir los alimentos a los invitados. Los integrantes del retiro y como un ejercicio de éste, tenían prohibido hablar incluso entre ellos, el ejercicio espiritual estaba diseñado para pasar dos semanas en completo silencio, la voz únicamente era permisible al orar durante las ceremonias religiosas. Una mañana, cuando Eloísa estaba sirviendo el desayuno, un joven seminarista, con una discreta sonrisa, mirándola a los ojos e inclinando levemente la cabeza en señal de agradecimiento, la turbó. Ella quedó impactada por sus ojos de largas y pobladas pestañas, así como por su blanca y afectuosa sonrisa. Al igual que le sucediera con el caballo, no pudo apartar de su mente el rostro de aquél ángel de carne y hueso. Por la tarde desde su pequeña celda, en una ventana que daba al patio principal, contemplaba al risueño muchacho que caminaba pensativo, y terminara recostándose a la sombra de un árbol a descansar. Eloísa se dedicó a observar desde la seguridad de su celda el rostro del seminarista, de finas pero varoniles facciones.
El día siguiente fue domingo, y acudieron a la misa, monjas, novicias y seminaristas, y su bello querubín sin nombre ayudó en la celebración con labores de monaguillo. A la hora de la comunión, el seminarista ponía una charola bajo la barbilla de los comensales, y Eloísa al momento de levantar el rostro y abrir la boca para recibir el cuero de Cristo, se topó con la mirada de su ángel. No pudo evitar ruborizarse.  

Por ser domingo, los muchachos tuvieron la tarde libre, incluso se les permitió ir a nadar al río con la condición previamente estipulada de no hablarse. Eloísa y dos compañeras salieron a hacer una diligencia, y al pasar cerca del río, ignorando que ahí estarían los estudiantes, al escuchar chapoteos y risas apagadas se acercaron al lugar. Observaron los pechos desnudos y juveniles de algunos seminaristas que jugaban echándose agua o compitiendo nadando hasta la otra orilla. Entre ellos estaba Miguel. Eloísa decidió que ese, su querubín, debería llamarse así, como el mismísimo y divino arcángel. Sus hermanas se alejaron presurosas, tímidas y ruborizadas, sin darse cuenta que Eloísa se había quedado petrificada contemplando la escena. Le llamaron con pequeñas voces susurradas que Eloísa no escuchó por estar embelesada con arcángel. Una de ellas regresó y la jaló del hábito llamándole la atención entre murmullos; que aquello no estaba bien, que espiar a los muchachos era un pecado muy grande porque podía despertar al demonio de la lujuria. Se alejaron sin que nadie se hubiese percatado de su presencia.
Por la noche, el pecho de Miguel llenó sus sueños pero convertido en un centauro, la imagen del potro regresó y se fundió con la de él. Eloísa se despertó sofocada y con los pechos dolientes, parecían dos volcanes a punto de erupcionar y disparar sus pezones al firmamento. Se sintió húmeda. Bajó su mano para sentir que tan mojada se encontraba, y uno de sus dedos rozó sus partes íntimas. El placer fue inmediato. Probó nuevamente ahora más consciente del contacto, y su dedo, convertido en la serpiente que sedujo a Eva en el paraíso, la invitó a volver a éste. El placer era inconcebible, quería y no quería detenerse, a su cabeza llegaba la imagen del centauro Miguel. Ya no podía echar marcha atrás, percibió con su contacto una diminuta y desconocida manija que abría las puertas del cielo y el infierno a la vez, y que le hizo explotar en una fuente de cristalinas burbujas multicolores. Pero al mojar la cama, fue expulsada del Edén donde se encontraba, el centauro se esfumó de pronto y fue sustituido por la angustia y la vergüenza. ¿Cómo ocultar la mácula en la sábana? Se levantó de inmediato para cerciorarse si el colchón se había manchado, por fortuna no fue así. Pero ¿cómo borrar la sucia marca del cuerpo y el alma? Se sintió vil, indecente, culpable de su pecado. Quiso rezar un rosario para expiar su culpa, pero un relajante sopor la hundió en un profundo y reconfortante sueño.
Pese a que su conciencia le recriminaba su falta, su alma, por el contrario, parecía agradecida y alegre. ¿Por qué una sensación tan placentera era pecado? ¿Por qué inyectó Dios gozo al sexo? ¿Por qué los placeres corporales son indignos si Dios creó al hombre con carne y espíritu? Pensaba que estas cavilaciones eran más pecado que el anterior, porque desafiaba al Señor y cuestionaba sus designios. Sabía que tenía que confesarse, pero se avergonzaba tan sólo de pensar en contar a alguien lo que hizo durante la noche. No podía confesarse, pero tampoco podría recibir la sagrada comunión en pecado mortal y sintiéndose indigna, además, el no comulgar la pondría en evidencia frente a sus compañeras. ¿Qué hacer, qué hacer? Su atribulación crecía al ritmo que imponía la conciencia.
Todas sus turbaciones desaparecieron apenas miró a Miguel en el comedor. Sus pezones se irguieron amenazantes y dolorosos, lo bueno es que el burdo hábito los disimulaba. Se acercó a servirle el desayuno buscando febrilmente encontrarse con su mirada. Miguel debió percibirlo, pues le brindó la mejor de sus sonrisas y agradeció con un guiño de ojos y bajó la mirada abochornado. A Eloísa le temblaba el cuerpo, era evidente su nerviosismo pues los platos vibraban sonoramente. Al alejarse, no entendía cómo la temblorina de sus flaqueantes piernas parecían deslizarse sobre nubes. Quería cantar, bailar, pero la estricta disciplina de la congregación religiosa no admitía actos tan soeces.
Buscó cuantas veces pudo toparse con su ángel carnal, inventaba pretextos para hacerse la aparecida o cuando menos pasar cerca de los seminaristas. Se conformaba con mirarlo desde lejos, aunque fuera de espaldas, con eso le bastaba para sentirse inmensamente dichosa.
Cuando las campanas llamaron a misa el encanto dio paso a la angustia. Minutos antes de iniciar el rito de la comunión se metió al confesionario. Expuso cuanto se le ocurrió excepto su desliz nocturno, bombardeó al padre con preguntas teológicas y filosóficas para consumir el tiempo de recibir tan sagrado sacramento. Salió del confesionario segundos antes de la bendición final con una expresión traviesa y triunfante.
Por la noche, en la soledad de su cuarto, se ató las manos con rosarios. La tentación de repetir los tocamientos de anoche era muy grande, pero no tanto como faltarle al respeto a la santa cadena de cuentas. Sudaba, no podía conciliar el sueño, daba vueltas inquieta en la cama, la noche parecía no acabar nunca. Por fin el cansancio la venció sin darse cuenta y no apareció el centauro, pero si la sonrisa y los ojos de Miguel que la envolvieron en un reconstituyente descanso. 
Al paso de los días, el pensamiento de su ángel Miguel se hizo obsesivo, andaba distraída y flotando el caminar, pero la noticia que los jóvenes aprendices de sacerdotes se regresaban al día siguiente al seminario, la azotó en tierra. No era justo, las alegrías de la vida no pueden ser tan cortas. ¿Qué haría ahora sin su centaurangel? Tenía que expresarle su sentimiento, tenía que conocer su voz, tocarle cuando menos un dedo, plasmar en su corazón sus ojos y sonrisa, no sólo en su ilusión.
Lloró. Lloró calladamente su dolor, su infortunio, su soledad. Pensó en escribirle una nota pero no se atrevió, ¿Qué le diría? ¿Qué lo amaba? ¿Qué lo deseaba? ¿Qué renunciara a la promesa de una felicidad divina y eterna a cambio de una corta vida terrenal? Y si él no sentía lo mismo moriría de pena y de vergüenza.
Por la noche decidió absolverse a sí misma, dejó que el pensamiento convocara al onírico centauro y le soltó la rienda a sus manos. Regresó la seductora serpiente del Edén, dejó correr la lava de sus volcanes, se fusionó en potranca y olvidó por una noche los tormentos del pecado y sus amenazas de avernos. Se abandonó al gozo, se resolvió ser feliz. Mañana sería otro día y pasado también. Decidió que un día sin fecharlo aún, se atrevería a escapar en busca de su libertad volando por la ventana cabalgando en un pegaso hacia un paraíso más terrenal.

Llanto seco

Era una pena que la tristeza no fuese un padecimiento mortal ya que le hubiera gustado estrenar esa vacante estadística. En unos cuantos meses agotó el inventario de lágrimas con que el ser supremo lo dotó para toda su existencia. No tenía más llanto que derramar ¡y la falta que le hacía! Sus ojos tan secos como su boca no daban crédito a la tragedia ocurrida. No había más fondo donde sumergirse. No tenía mas fuerza, ni ganas, para huir de la escena del crimen. La droga, la maldita droga que en un principio utilizaba para alcanzar con rapidez un gratificante estado de ánimo, pero quimérico, ahora sólo le servía para asomar la nariz de un pozo de desolación en el que había caído. Se conformaba con esos pocos minutos de aire, pero cuando sentía asfixiarse, la buscaba a costa de lo que fuera. Se sentía arrastrado en una espiral que lo hundía en un hoyo negro, y la misma droga que lo empujaba abajo, era a la vez la única ancla que veía y se aferraba a ella.
Ahora, con un tubo ensangrentado y una muchacha muerta en el suelo, que minutos antes le había llamado por su nombre y suplicado con los ojos aguados y una mirada llena de angustia que no la matara, sintió su corazón morir dentro del pecho y su vida perdió todo sentido. Cargaba a sus espaldas la culpa de que el corazón de su padre dejase de funcionar, que su madre y sus hermanos lo hayan echado a patadas a la calle, que Aurora lo abandonara exigiéndole no buscarla nunca más, el despido de su trabajo, el fracaso de la escuela, y la ley del hielo esculpida en la espalda de sus amigos. Se amotinaban en su alma, uno tras otro, remordimientos, amarguras y vergüenzas, como un rehilete soplado por la fuerza de un torbellino.
No quiso huir, “¿pa que?, ¿a dónde?, si no se puede escapar de si mismo”. Lamentó no tener una pistola para rellenar con plomo la maza del casco de ideas y dejar de una vez por todas la tristeza, era una lástima no poder morir instantáneamente de pena.
Llegó a la farmacia y lo atendió Gaby, su novia un lustro atrás, a quien al no querer venderle los antidepresivos ni entregarle el dinero de la caja registradora, golpeó con brutalidad hasta arrancarle la vida. No supo en que momento la furia lo cegó, ni cuando ni porqué sus amenazas verbales se convirtieron en hechos. Con los ojos inyectados de rabia la acorraló y el primer golpe fue de su rodilla al abdomen, pero como Gaby no dijo las palabras mágicas “toma lo que quieras y lárgate” sino por el contrario, comenzó a gritar pidiendo ayuda, le propinó un puñetazo en la boca para que se callara. Gaby al caer, tomó un frasco que estaba a su alcance y se lo atinó en la cabeza logrando embrutecer su coraje. Se abalanzó sobre ella tubo en mano y descargó su furia con demencia golpeando una y otra vez el fierro contra la cabeza de la chica. Después, cuando sus manos perdieron fuerza, la contemplo exhausto. Hasta entonces cayó en cuenta de su brutal crimen. Se arrodilló ante ella y quiso revivirla entre zarandeos y gritos de perdón, qué no se fuera, qué no muriera, qué no había sido esa su intención, qué no era él cuando la atacó, qué comprendiera su desesperación. Al ver que todo era inútil por devolverle la vida, se acostó a su lado en el charco sangriento y le tomó su mano para besarla en señal de arrepentimiento.
Minutos más tarde llegó la policía. No opuso resistencia, lo encontraron recostado junto a su víctima en un estado catatónico, con los ojos muy abiertos perdidos en la nada, besando una mano inerte.
No respondió una sola palabra durante el interrogatorio, no por una argucia de salvación, sino porque su mente había bloqueado a la razón. Estaba abstraído en un pensamiento recurrente, recreando, como había fantaseado muchas veces, en su romántico funeral. Imaginaba su cuerpo sin vida, depositado en una lancha en el mar, y al mas puro estilo vikingo una vez alejada la pequeña embarcación, sus amigos y familiares le tiraban flechas encendidas que surcaban el espacio como lenguas de fuego, hasta que su cuerpo mezclado con la madera de la barca se fundieran en cenizas sumergiéndose en el mar. El remordimiento y la imagen de Gaby tirada en un lodazal de sangre, aún lo acompañan en su habitación del hospital siquiátrico, con un pensamiento demandante y reiterativo; que es una verdadera pena la imposibilidad de morir de tristeza.

Hambre

Mami no despierta y ya tengo hambre, pero como tengo prohibido entrar a la cocina no sé prepararme el almuerzo. Quisiera ser menos torpe, me cuesta trabajo controlar mis manos, con eso que las tengo tan chuecas. El otro día quise servirme mi leche porque noté a Mami muy cansada y quise ayudarla, pero la tiré toda en el mantel y manché las sillas y los papeles donde hace sus cuentas y hasta la ropa de plancha de doña Carla. Mami se enojó mucho y me regañó. Casi nunca me regaña. Siempre dice que no es mi culpa, que para eso está ella, pero ese día si se enojó mucho. Yo me asusté al verla así y me fui a mi cuarto. Mami al rato fue conmigo con la cena preparada y me dijo que la dispensara, que no fue mi culpa. Yo sé que sí, pero fue sin querer. Le dije que mis manos son torpes, que se me tuercen solitas por más que me esfuerzo en mantenerlas firmes, pero eso ya lo sabe. Me dice que soy un muchacho especial, que con los ejercicios que el doctor me mandó, he avanzado mucho pero yo me desespero porque hace un montón que los hago, y nada, y nada.

Ya le grité quedito desde su puerta, Mami, Mami Lupe, pero no despierta. Pobrecita, la he visto muy cansada en estos días. El otro día oí a mi tío Jacinto decirle a mi tía que Mami estaba enferma, pero no, Mami nunca se enferma, yo nunca la he visto malita. Ya están muy inquietos los canarios, voy a ir a darles su alpiste y su agüita, no le hace que se me caiga un poco en la jaula, al cabo también se lo comen del suelo.

Quisiera ser más listo para saber qué hacer, aunque Mami me dice que soy más listo de lo que creo y de lo que muchos creen. A mi la escuela nunca me entró. Es que no me gustaba ir porque no entendía bien y la maestra me decía que yo era bien cabezadura, además que mis amigos me decían El Mostro y yo me enojaba y los correteaba. Hasta que alcancé a uno que se tropezó y le pegué tan fuerte que me sacaron de la escuela. Luego los niños venían hasta la casa y me gritaban: Mostro, Mostro, y Mami salía bien enojada y los corría a todos. Nomás a mi tío Jacinto lo dejo decirme así. “Qué pasó Mostrito”, me dice, y me despeina agitando su mano en mi cabeza, pero sé que lo hace de cariño, los otros, nomás lo hacen por fregar. A Mami no le gusta que me diga así y lo regaña también, dice que me diga Juan, pero a mi no me importa porque sé que lo dice jugando.

Mi tío Jacinto orita está trabajando y no me puede preparar el desayuno. A su casa sí sé ir, queda aquí cerquita. Camino derechito hasta la tienda de doña Chonita, doy vuelta a la izquierda (esa si la sé porque es del lado de mi pierna que más se tuerce), y luego sigo derecho hasta el taller donde arreglan coches, y ahí enfrente, donde está el arbolote que tiene un chorro de pájaros que cantan bien fuerte, ahí, en la casa verde vive mi tío. Lo malo es que mi tía tampoco está en las mañanas, se va a vender sus dulces al mercado. Más allá me da miedo ir porque me perdí cuando era chico. Quise ir hasta al mercado a comprarme una pelota con el domingo que me dio tata Benito, antes de que se fuera a vivir al camposanto. Mami no es mi Mami de verdad, es mi güela, la esposa del tata Benito que en paz descanse, pero siempre le he dicho Mami porque mi mamá de a de veras se fue del pueblo cuando yo nací. Yo le tengo harto coraje porque Mami dice que soy muy guapo y que me parezco mucho a ella, a mi mamá Ana cuando era joven. A mí me gustaría ser mecánico cuando sea grande, nomás que se me enderecen las manos pa arreglar carros. Ya me dijo el maistro Jorge que él me da chamba de aprendiz, ya que crezca.

Aunque ya crecí, Mami no me deja ir mas que a casa del tío y no me gusta desobedecerla, además porque los niños y muchachos del pueblo, cuando me ven, empiezan a gritarme Mostro y a molestar. Dice que soy un muchacho muy obediente y muy bueno, y a mí me gusta que me diga esas cosas, me hace sentir contento. Mami es la única que me entiende a la primera, a los demás cuando digo una cosa, se las tengo que repetir y repetir y repetir.

Me acuerdo que cuando crecí me empezaron a salir pelitos en mis sobacos, en los brazos, las piernas, y algunos en la cara. También me salieron allá abajo, pero esos eran los más grandes, tiesos, tiesos, gruesos y negrotes. A mi me daba vergüenza porque pensé que me iba a poner mas feo, que me iba a parecer a un chango. Como los macacos que atrapan por ahí por la laguna y luego los guardan en jaulas y gritan bien fuertote. No le conté a nadie porque Mami dice que mis partes siempre deben estar bien guardaditas. Me regaña si me ve rascándome los pelos, dice que es de mala educación. Pero me da comezón, mucha comezón y yo me rasco. Me voy pa´trás de la casa y me rasco restregándome en una mesa vieja que está ahí. Una vez me dolieron mucho las bolas. Me las quería sobar para que no me dolieran y me escondí en mi cuarto, pero me dolían más apenas las tocaba. Ahí como pude me las sobé pero dolían. También el pipí se me pone duro aunque ni tenga ganas de hacer. A Mami no le gusta que se ponga así pero ni modo que yo quiera que se ponga así. Nomás se pone duro y ya, como en las mañanas. A mi me daba harta pena contarle a Mami, hasta que un día me dolían tanto que se lo tuve que decir bien colorado de la vergüenza, es que ya no aguantaba el dolor. Me llevó con el doctor de la botica pero no entendí. Luego Mami me dijo que la esperara afuera, que tenía que platicar a solas con el doctor.

Tengo harta hambre y Mami que no despierta, mejor la dejo dormir otro ratito. El día que me llevaron a la cuidad, cuando cumplí catorce, me di cuenta que hay otros como yo, pero en el pueblo no, yo creo que por eso los niños me molestan tanto, me dicen retehartas cosas y yo no sé qué responder. No me gusta ser así, me gustaría ser como los demás. Mami después del doctor me dijo que si me dolían los huevitos otra vez, le avisara. Me dio unas pastillas pero no funcionaron. Le dije a Mami del dolor y me dijo que pronto pasaría, ¿sábe? que es pronto, porque tenía el dolor desde sábe cuando, y pasaban y pasaban los días y me dolían más y más. Me vio un día tan adolorido y ya con ganas hasta de chillar, que me pidió que me fuera a la recámara porque me iba a poner una pomada. Me dijo que me bajara los pantalones y que mirara para otro lado. Me puso pomada en el pipí y se me empezó a poner bien duro. Mami no hablaba, yo bien colorado por la vergüenza volteé pa decirle que ya no me dolía tanto, porque me daba harta pena tenerlo así delante de ella, pero Mami estaba volteada pal otro lado mientras subía y bajaba su mano de mi pajarito, zas y zas con el ungüento. Empecé a sentir alivio, pero poquito después me dieron ganas como de hacer. Le dije a Mami que quería hacer chis pero ella comenzó a agitarlo más rápido. Sentí cosquillitas muy ricas, me desguancé y solté mi orín, pero éste no era amarillo, me salió una chis blanca y pegajosa que nos manchó todos. Le dije a Mami que yo limpiaba pero ella continuaba volteada pal otro lado y me pareció que estaba llorando. El dolor se me quitó, pero he de seguir malito porque el otro día en la mañana me desperté con el calzón mojado de esa orina blanca que huele tan feo. Cuando el dolor pasó, me pidió que no le contara a nadie, que nadie debe saber de mi enfermedad porque es en las partes vergonzosas, y a mí me encabrita mucho que se burlen de mí. Ha de ser grave mi enfermedad porque Mami se puso triste con la chis blanca entre sus manos. Después Mami, llorando, se puso a rezar con su collar de cuentitas, me dijo que por sus pecados y los míos, y por mi salud. Pero esa pomada sí fue buena, se me quitó el dolor, no como esas pastillas que recetó el doctor.

Anoche solo merendé pan y café, no me dio mis frijoles ni tortillas porque Mami dice que cenar fuerte en luna llena hace daño, que luego dan pesadillas. La luna estuvo bien grande y plateada, tan bonita que hasta me acordé de Rosita. Como ya creció también, pos casi ya no viene a jugar conmigo como antes. Rosita siempre fue buena conmigo, lástima que ya no venga, con lo chula que está. Anoche “El Amarillo” se puso aúlle y aúlle con la luna, tanto, que se le unieron otros perros y era un aulladero espantoso que ni me dejaron dormir.

Mami no despierta y ya va a ser mediodía. Fui a despertarla y a moverla despacito con miedo a que se me enoje, pero no despierta. Debe estar muy cansada. Estaba muy fría y le puse una cobija pa que entrara en calorcito. Tengo mucha hambre que ya hasta me comí su pan y mi pan. Tengo como miedo, como que se me revuelve el estomago por el hambre y tengo ganas de chillar no se ni de qué. Nunca se despierta tan tarde. Nomás que empiece en el radio la comedia de las tres y voy a buscar a mi tía pa que me ayude a despertarla y me de de comer.

Mentiras piadosas

Con su mano, le penetra el pecho desgarrándole las entrañas y le arranca el corazón aún palpitando. La chica, mira con desdén el órgano sangrante y lo arroja violentamente contra la pared, y éste, moribundo, se escurre y cae con extraordinaria puntería en el viejo cesto de la basura.
Al mirar aquella pintoresca imagen de la primera desilusión amorosa de Bart Simpson, por inercia llevé una mano al pecho asegurándome que mi corazón aún se encontrara en su lugar.
¿Coincidencia oportuna o ironía del destino? Observé la caricatura al llegar abatido a casa sin más ánimo que encender el televisor para distraer un poquito la mente y dormir. Sólo dormir.
Mi mente no dejaba de darle vueltas a un mismo tema, tampoco pude dejar de compadecer e identificarme con el pequeño Bart. Algo similar acababa de ocurrirme, en un sentido menos metafórico pero igual de intenso. El cerebro divagaba entre el reproche, la justificación, el enfado y el insistente recuerdo.
La había invitado la primera semana de marzo al teatro y la idea de asistir le había encantado. Por trabajo, tuve que me ausentarme casi una semana completa, pero precavido, el martes siguiente, le envié un correo electrónico corroborarlo la cita del jueves, y ella, de nueva cuenta me la confirmó. Apresuré mis asuntos en Campeche para regresar puntual a la cita.
Nunca habíamos salido a solas y eso me entusiasmaba. Intuía que ella sabía que me gustaba pero no había tenido oportunidad de decírselo de frente. Durante nuestros encuentros, que sin excepción alguna se daban rodeados de amigos y en un ambiente cargado de bullicio, se escapaba cierto flirteo de nuestras miradas; por mi parte poco intentaba disimularlo, por la suya, quizá, pura y exquisita coquetería femenina.
Desde el día de la invitación y hasta mi regreso, no dejé de darle rienda suelta a la imaginación, pensando a dónde la invitaría después de la obra; tal vez a un restorán romántico o quizá a bailar; cómo es que le diría que me gustaba, qué palabras usaría, cómo prepararía el momento y el ambiente propicio para expresarle mis sentimientos. Todas esas escenas que uno recrea en la mente para que salga perfecto, aunque después, invariablemente gracias a Murphy, lo practicado se olvide y terminemos con el trillado ¿quieres ser mi novia? u otra expresión por el estilo carente de inteligencia y seducción.
Llegado el momento, esperado con impaciencia y estudiado con ferviente meticulosidad, le llamé para preguntarle a qué hora pasaba por ella, al contestarme, me pidió que la disculpara, que se le había olvidado, que en ese momento se encontraba en una reunión. Yo cortésmente y procurando disimular en mi voz la frustración, sólo atiné a excusarla diciendo que no se preocupara, que son cosas que pasan y colgué.
¡Se le había olvidado!, ¡Qué poca madre! Pudo mentirme argumentando que estaba enferma, que tenía que ir al hospital a visitar a su abuelo, que le habían sacado 10 litros de sangre y se sentía un poquitín mareada, que la había raptado un ovni y la acababan de regresar a la tierra, o que una amiga suya le había encargado cuidar y alimentar a su oso polar. No sé, mentiras piadosas sobran. O bien, decirme claramente que yo no le interesaba, que había adivinado mis oscuras intenciones y que no le apetecía salir con un pobre diablo. Creo que eso me hubiera dolido menos. Pero, ¡qué se le había olvidado!, fue el golpe más bajo que pudo darle a mi autoestima, dejándola inferior a la de Kafka.
La rabia y la decepción me quemaban por dentro, además me sentía avergonzado. Me pendejee no se cuantas veces. Empeoraba mi pesadumbre el hecho de sentirme cobarde, culpable y lunático. Primero; por el tono amable que intenté en mi voz y mis palabras en lugar de haberla mandado mucho a la chingada; después, me eché la culpa por güey, por no haber confirmado la cita cuando menos un día u horas antes, y por último; por todas las ilusiones forjadas en mi imaginación y ver derrumbarse mi castillo de arena como las torres gemelas.
Dormir fue más que imposible. El cerebro estaba demasiado revolucionado cómo para conciliar el sueño y me dispuse ahogar mis penas al más puro estilo Pedro Infante; en el rincón de una cantina, con una botella de tequila y escuchando unas rancheras. …Pobre aprendiz de brujo que escupe al firmamento… aunque bien sabía: que tras varios tequilas, las nubes se van pero el sol no regresa.
Fueron unas rancheras modernas, españoladas, yo esperaba escuchar unas más séntidas, más mexicanas, más José Alfredo, de esas pa rasgarse las venas. La verdad es que frecuento más bares que cantinas, así que era bienvenida cualquier canción siempre y cuando hablara de desamor.
Pedro Infante tenía razón, el alcohol y la música nublaron mi entendimiento e hicieron que el dolor se esfumara, pero gestaron el rencor y una sed de revancha que nacieron al compás de Cuco Sánchez y su Maldito corazón. Con la misma meticulosidad con que fragüé mi sueño pero con el cerebro aturdido, planeé mi venganza, encendiéndome una espontanea sonrisa malévola.
Muy temprano en la mañana y con una resaca digna de hospitalización di inicio a mi plan de desquite. Compré tres ramos de flores tan exorbitantes como su precio. Llené tres tarjetas que pedí fueran sin sobre y estratégicamente visibles. La primera decía: “Amor, no tuve el valor de confesarle a mi esposa e hija de nuestra relación. Tenme paciencia, buscaré un momento propicio para hacerlo. Te ama, Ramón”, y la envié a su casa en un horario donde sabía que la recibiría su mamá. Me relamía los bigotes de pensar el pancho que le armaría su sacrosanta madre, que es de esas señoras de misa diaria y se confiesan hasta por pisar una arañita.
Susana (Babich, así debería de apellidarse la muy cabrona) me había comentado que su compañera de trabajo, “la que se sienta al ladito”, era una chismosa mas peor que pior, así que a medio día le llegó otro ramote con su respectiva tarjeta a la vista: “¡Qué noche la de anoche! ¡Mmmhhh! Jamás imaginé a alguien capaz de proporcionar tanto placer. ¿Nos vemos mañana? Ya está reservada la habitación del motel. Roberto”. El tercer ramillete llegó con la siguiente misiva a la academia donde practica baile, con la dedicatoria a la vista del más ciego: “¡Viva el movimiento lesbo! ¡Por fin te atreviste a salir del closet! ¡Qué bárbara, fuiste la sensación del bar! Con mucho cariño, Lily”.
Por la noche y a solas en mi habitación, me cagaba secretamente de la risa pensando en lo miserable que debió haber sido su día, y esperaba impaciente ver su rostro al día siguiente, donde nos veríamos como cada sábado con los amigos. No llegó a la reunión ni contestó las llamadas que le hicimos. Por mi parte me di por satisfecho, la revancha estaba consumada, la dulce venganza había opacado lo cucaracha que me sentí ese jueves.
El sábado de la siguiente semana asistió a nuestra reunión de amigos. Discreto, en la primera oportunidad que tuve me acerqué a preguntarle el porqué por su ausencia anterior y me apartó para contarme a solas con lujo de detalles su viernes maldito… Su mamá no le creyó su inocencia y desde entonces le habla con monosílabos, sin contar la reprimenda que duró todo un fin de semana. En su trabajo no la bajan de piruja, el chisme detonó como juegos pirotécnicos y ahora todos en la oficina le hacen bromas obscenas. Ya hasta ha difundido su currículum en diversas partes para cambiar de trabajo. En sus clases de baile una compañera se le insinuó abiertamente y la maestra intentó besarla al salir de clases.
No aguantó más y se soltó llorando. Con cara de mustio me dediqué a consolarla. Paradójicos sentimientos opuestos se revolcaban en mi interior, al principio me sentí ruin pero contento, me enorgulleció el éxito de mi revancha, pero poco a poco, en cada sollozo suyo se caía a puntapiés un pedacito de mi corazón. Era el dolor triste de la culpa. Terminé por sentirme terriblemente mal, cobarde, hipócrita, traicionero, no encuentro un mejor calificativo que una mierda. La boca me sabía amarga e intuí que me apestaba, supongo por la putrefacción de mi alma.
Cuando al fin se calmó regresamos donde los amigos. Ella con los ojos hinchados y yo callado y avergonzado. No sé que me dio por hurgar en mi cartera, ahora pienso que fue un impulso de dignidad del subconsciente. Lo cierto, es que se me cayeron algunas tarjetas de presentación y entre ellas la de la florería. Susana la recogió absorta en ella. Durante algunos segundos la sostuvo en sus manos con la mirada perdida, me la devolvió  y me la entregó mirándome a los ojos con una sonrisa siniestra que me provocó un presagiante escalofrío que estrujó mi gran simpático. Va la suya.
Qué felices seríamos aún, de tan sólo haberme mentido aquel jueves.

Un bello día

Era un día demasiado bueno como para morir, pensó al asomarse por la ventana. Un hermoso día soleado de primavera; con nubes de algodón, parvadas jugueteando en el cielo, y un viento impetuoso como los de febrero. Estadísticamente no era un día propicio para el suicidio. Pero las estadísticas no importan. Su culpa no tardaría en ser descubierta y no podía esperar a que llegaran los días tristes de invierno. Si no actuaba de inmediato, otros tomarían la decisión por él, y esta forma de muerte sería sin lugar a dudas terrible. Al observar el día, se le antojaba como para llevar al parque a los críos. ¡Cuanto los extrañaría! Se imaginaba correteándolos por el parque atacados de la risa, y su mujer, a la sombra del árbol que ambos llamaban de los recuerdos, sonriéndoles con ternura. Cuanto la iba a echar de menos; su compañera fiel, su refugio, su alegría, su fortaleza. No podía permitirse que ella sufriera su vergüenza, y si intentaba escapar, tarde o temprano los encontrarían y sufrirían las consecuencias; no solo él, sino también ella y los niños. Temía más que a su vergüenza y la cárcel, la ira de sus perseguidores, por eso tomó la firme decisión durante la eterna noche anterior. Tomar la vida (o la muerte) en sus propias manos tenía que ser, por necesidad, más agradable que la que le esperaba acechando en el inevitable destino. Opciones hay muchas. Podía tirarse del puente al caudaloso río de vehículos, pero esto le costaría la vida a uno o más inocentes. La desechó. Podía, como en las películas, cortarse las venas o intoxicarse con cuanta medicina encontrara en su botiquín, pero temía que el breve tiempo en que su mujer llevara a los niños a la escuela y regresara, no fuera suficiente y espantara a la parca antes de tiempo. También esa idea fue descartada. Había otras, como rociarse de gasolina y prenderse fuego, pero la sola idea le aterrorizaba. Si se clavaba un puñal en el corazón, temía que el impulso inicial no fuera bastante fuerte y no lograra perforarlo, y si fallaba en el primer intento, temía que el dolor le debilitara el coraje para empujarlo a fondo. Así que se decidió por un revolver. Sólo dudaba si debía apuntar a la sien o tragando el frío cañón de la pistola, aunque ese detalle lo resolvería de último momento. Durante la noche anterior, dejó a su esposa un adiós escrito con las cobardes razones por las que tomaba esa decisión, esperando que lo comprendiera y algún día llegase a perdonarlo. Le dejó otra nota para sus viejos. Besó a los niños y a su mujer como cada mañana antes del colegio y se asomó por la ventana de la recamara para despedirlos y arrojarles por el viento, un último y doloroso beso.

Rapsodia bohemia

Siempre me dijo que me hacía falta noche, que me faltaba calle.
Era un deleite platicar con ella, escucharla en esas deliciosas noches bohemias que empezaban y terminaban con la luna. Los placeres se reunían e inundaban el ambiente; vino, tabaco, música, poesía, libros, charla, alegría y una que otra nostalgia. ¿Hay algo más en la vida? Sí, definitivamente sí lo hay,  pero con eso nos bastaba. Rica conversación, charlas con risas, silencios placenteros y respetuosos para escuchar atentos alguna canción, un poema,  e incluso alguna sinfonía completa. Alguien recitaba un verso, otro leía un cuento, un párrafo, un ensayo, otro actuaba un chiste. Pero cuando ella recordaba una anécdota, una idea, o cuando hablaba de cine, teatro o de cualquier banalidad, el tiempo parecía detenerse y capturaba completamente la atención de la concurrencia. Tenía una melodiosa voz de locutora de radio, con una gracia que provenía de su sencillez, y una elocuencia erudita y poética. El momento de su interlocución se hacía mágico. Te falta calle muchacho, te falta noche, me decía algunas veces, cuando se me ocurría abrir mi bocota dieciochoañera tratando de participar con un cometario fatuo.
Yo la conocí por su sobrina. Una preciosa muchachita que fue a pasar vacaciones con ella. Después que regresáramos del cine a su casa, nos convidó a quedarnos a convivir un rato con un grupo de personas de lo más heterogéneo que uno se pueda imaginar; desde edades, ideologías, profesiones y posición social, cuya única identificación común era el placer mismo que brindaba la reunión, sin ser consientes que esa misma diversidad y esa extraña mezcla de personalidades daban a la tertulia su encanto particular. No importaba si la bebida era fina, si el cigarro era tabaco o marihuana, y la música era tan variada, que durante la noche se podían escuchar desde rancheras hasta clásicas.
Después que su sobrina regresara a su ciudad, yo seguí frecuentando aquellas reuniones. Creí estar enamorado de su sobrina hasta que descubrí lo extraordinaria que era esa mujer. Te falta noche muchacho, te falta calle, me sentenció, cuando le dije que me estaba enamorando de ella aunque nos separaran como dos o tres generaciones. Aprende a vivir, -comenzó a filosofarme- no toda la sabiduría se aprende en la escuela, y la verdadera felicidad no sólo la da el dinero, ni el poder, y el placer no se obtiene exclusivamente del sexo, continuó diciéndome; la vida hay que aprender a vivirla pero sobretodo a usarla y no sólo a sobrevivirla. Hay que gozar de las cosas sencillas, aprende a disfrutar a la gente, siempre estarás rodeado de ella y tienen mucho que enseñarte, de manera consciente o inconsciente, lo único que no tiene límites en este mundo, es el inagotable espíritu humano, aprende a observarlo y a respetarlo, en la diversidad está el gusto, cualquier persona que conozcas tiene la necesidad de comunicar algo, y se satisface en una simple oreja amiga. Aprende a escuchar y de escuchar. Algún día muchacho, algún día, repitió. Tienes mucho camino por andar, y me depositó un beso frío en los labios y un pitillo de mota.
Acudí con regularidad durante algún tiempo a esos convivios, hasta que en cierta ocasión casi se quedó en el viaje por un pasón que se dio. Tuvimos que cargarla, subirla a un carro y llevarla al hospital. Yo me hice pasar por su sobrino, dije a quienes me interrogaron, que fui a su casa a pedirle prestado el coche, y que la encontré inconsciente. Estuvo en coma un par de días y abandonó el nosocomio después de una semana. A partir de aquella vez, fue cambiando gradualmente. Noté cómo empezaba a comportarse de manera extraña, dejó de ser ella misma y comenzó a transformarse.  No se si le sobró noche o calle, o el exceso de canavis y alcohol, o si fue sencillamente el síndrome de Don Quijote por su ímpetu de aprender y saberlo todo, o si fue todo junto, pero aunado a sus noches de insomnio por la ansiedad de consumir drogas o alcohol, le llegó una extravagante idea que la fue de a poco trastornando. Empezó por temer y odiar a los perros, hasta que terminó por creerse su paranoica hipótesis de que eran seres de otro mundo y que estaban en la tierra para aprender nuestras costumbres y descubrir nuestros puntos débiles, que su fidelidad e incondicional compañía, era sólo un camuflaje para que nos confiáramos y pudieran estar lo más cerca posible de nosotros para estudiarnos con mayor profundidad. Que en sus aullidos nocturnos, emitían en decibeles imperceptibles para el hombre, la información recabada, y así lograban, replicándola unos a otros, transmitirla a sus bases intergalácticas utilizando nuestra propia tecnología satelital. Yo de principio le creí por la admiración que le profesaba, hasta me dio por patear a cuanto perro se cruzara en mi camino, a cazarlos y meterles migajón por las orejas. Decía también que los gatos, que sí eran entes terrestres, de alguna forma lo intuían, y que por eso eran sus enemigos naturales, porque neutralizaban el campo telepaticósmico, así lo bautizó. Fue entonces que empezó a rodearse de gatos. Llegué a contarle 53 una de las últimas veces que fui a su casa.  Dejó de salir a la calle, la que tanto me decía que me faltaba, comenzó a descuidar su apariencia y se volvió sucia. Su casa empezó a apestar hasta que se convirtió en una verdadera pocilga. Ahuyentó a los amigos al volverse huraña, quizá esto lo aprendió de los gatos porque quería parecerse a ellos dizque para salvar al mundo. Ya casi no hablaba, lo que antes era su pasión. Se desparramaba en un sillón con un libro en la mano, con la televisión prendida y decenas de mininos a su derredor. Prácticamente no comía, y adoptó un gusto por la leche casi obsesivo, que se servía en vasos jaiboleros con 3 hielitos, los que tomaba exactamente al punto de la hora y de ocho a diez raciones por día.
La última vez que la vi, y tratando de animarla para que cambiara aquella triste actitud, bromeando le dije; te falta calle y noche, pero me gruño encrespando el lomo dándome un arañazo en lugar de una bofetada dibujándome un pentagrama en el rostro, me corrió gritando y arrojándome la arena pestilente de sus gatos.
Supe que la internaron en la casa de la risa pero que se negaba a recibir visitas, y que al poco tiempo se dejó morir por la depresión al no permitirle tener a sus pequeños felinos.
La recuerdo ahora con cierta melancolía, a ella y a sus noches bohemias, pero le agradezco sus sabios consejos, porque me volví un profundo enamorado de la calle y de la noche. A fin de cuentas, los vampiros no tenemos otra forma de vida.

Sabineando

Era una noche tranquila y templada cuando salí del bar. Mi amigo Pablo, el trovador de la taberna, había renovado su repertorio Sabinezco y esto me puso de buen humor, además como el ambiente se animó como pocas veces, decidí quedarme un poco más tarde de lo acostumbrado. Regularmente iba los martes al bar El Templo del Morbo(1) a escuchar buena música y convivir con los amigos, pero me retiraba cual Ceniciento para que la desvelada no hiciera mucha mella y terminara por manifestarle mi desprecio al despertador.
Salí alegre, más bien, ya medio alegrón por ahí del las tres de la madrugada, y a unos cuantos pasos de mi coche, escuché una juvenil voz que gritaba: "Amor, amor, espérame". Volteé intrigado y me sorprendió ver a una bella damita, de entre 23 y 25 años, que llamaba cariñosamente a alguien a mis espaldas encaminándose en nuestra dirección. Giré mi cuello de izquierda a derecha y viceversa buscando a quien le hablaba la rubia platino(2) que se acercaba, pero no encontré a nadie. Se estaba dirigiendo a mí.
Llevaba botas negras, bufanda a cuadros, minifalda azul(3), esto último no es del todo cierto, no hacía frío como para llevar bufanda, ni tampoco llevaba minifalda, lo digo como una ocurrencia de la canción de Sabina que acababa de escuchar, pero lo de las botas sí, además de un pantalón de cuero entalladísimo que debió haberse puesto con nalgador, y un escote de esos que tocan el hombro de la imaginación. La susodicha rubia estaba buenísima, acababa de bajarse de un taxi el cual no avanzó, se quedó esperando, supongo, cómo un acto de cortesía, no fuera a ser yo un bribón.
Cuando llegó a mi lado, me encontró petrificado por la duda, ¿con quien me estará confundiendo esta chava? acto seguido, y sin ninguna consideración a mi estupor, me soltó la orden; "Llévame a otro lugar, me quedé picada y quiero seguir la fiesta".
- Discúlpeme señorita, yo a usted ni la conozco. Fue la primera pendejada que se me ocurrió.
- ¿Sabes qué? Me dijo al tempo que me abrazaba embarrándome su esbelto cuerpecito y acercando sus labios a mi oído: Estoy muy caliente ¿por que no me llevas a tu casa?, colgándose de mi cuello.
¡Dios guarde la hora!, pensé, ¡me matan! si llevo a mi casa una hembra en brama, mi madre me degüella las cabezas.
- Cómo te voy a llevar a mi casa si ni te conozco, (otra vez con esa estúpida respuesta) ¿Qué te pasa?, ¿qué traes? dije, tratando de esquivarla un poco.
- Pues entonces vamos a la mía o a un hotel, ¿no ves que estoy bien cachonda? al tiempo que empezaba a posar su mano donde el nombre de la espalda pierde la decencia.
Yo le notaba los ojos medios vidriosos. Al principio pensé que eran de amor, pero fijándome bien, tenía la mirada como extraviada, no con estrabismo, porque era dueña de unos hermosos ojos color miel, más bien como si fuera víctima de alguna droga, ¿o sería su calentura?.
Sus manos continuaban inquietas explorando mi cuerpo a diestra y siniestra, mientras su muslo tallaba abajito de mi cinturón, y me susurraba; "no seas malito, anda, llévame a un hotel, estoy muy caliente, ya no me aguanto".
Supe, que el miedo crece en proporción directa con la edad, y se alertaron mis sentidos, sobretodo el común. Mi instinto de conservación empezó a dudar del taxi que continuaba varado. Vigilé de reojo que no fuera a bajarse algún malhechor, pero no, todo era miel sobre hojuelas, mi diablo de la guarda había decidido salir y hacer fiesta, y mi otro instinto, el de preservar al especie ¿y porqué no? de mejorarla, obedecía el mandato divino de crecer y multiplicaos, y ya mi corazón bombeaba sangre a donde más se requería.
En tanto ella empezaba a agarrarme las partes blandas, ya sin blandura para entonces, que tampoco puedo llamarles nobles porque no lo son, y seguía insistiendo en el problema de su temperatura corporal, pidiéndome que le ayudara a apagar su fuego.
La verdad, empezó a gustarme el magreo, y entre el alcohol y el calorcito querendón, prendieron fuego a la lumbre. Total, si la vida se deja yo le meto mano…(4) . Me sentí Steve McQueen, incluso Brad Pitt(5), y entonces me deje querer. Mis hormonas jugaban a las vencidas con las neuronas, y las primeras estaban apabullando con suma facilidad, debo reconocerles que están mejor alimentadas y más consentidas. Pero de repente, cuando mis ojitos ya estaban viendo pa'dentro y con mi voluntad tan gruesa como la pared de una pompa de jabón, quitó su mano derecha de mi bragueta y la otra de mis posaderas y se encaminó sin decir palabra, eso sí, contoneando sensualmente el esqueleto hacia el taxi que aún seguía ahí, moviendo el culo, con un swing, capaz de derretir el hielo de las copas(6).
No te vayas, pensé, vamos, regatéame otro poquito no seas mala, ya me estaba animando, cuando vi que abordaba el taxi y se marchaba.
¿Qué pedo? Pensé, ¿habrá sido que el volumen que encontró al hurgar en mi entrepierna no cumplía sus expectativas? dudé. No, no lo creo…, no…, no pudo haber sido eso, repuso mi orgullo de inmediato, fue más bien que no cedí, respondió altiva la conciencia.
Me costó trabajo entrar al coche, mi vanidad y yo no cabíamos en el vehículo. ¡Por fin regresó mi chupamirto!, me festejé con hurras y serpentinas. A mis cuarenta y diez, cuarenta y nueve dicen que aparento(7), todavía soy capaz de despertar torbellinos pasionales, me vanaglorié dándome un leve golpecito en la barbilla y guiñándome el ojo izquierdo contemplándome en el espejo retrovisor del auto.
Y como además sale gratis soñar(8) dejé que la imaginación fluyera, acompañada de suspiros como campanas angelicales de fondo musical. Ya en el carro, cuando mi vanagloria por fin se dignó a bajar y tocar piso, pensé; ¿Qué le habrán dado de tomar a esa pobre chamaca que la dejaron tan caliente? Yo nunca he sido un Don Juan, mucho menos ahora que le han crecido los pantalones al viejo Peter Pan(9). ¿Le habrán dado esa droga que le llaman éxtasis? ¡Quiero probarla!, ¡Que viagra ni que cialis! Los besos que perdí por no saber decir, te necesito(10), pensé arrepentido, porque no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió(11), cuando una terrible y heroica idea atravesaron por mi mente ¿Y si el taxista aprovechándose de su condición, la viola? De inmediato, cual caballero medieval que defiende a su damisela, a toda prisa en mi corcel azul marino y a la voz de ¡Ayo Silver! me di a la tarea de buscar y perseguir al carro de alquiler para arrebatarla de las garras del dragón, pero fue inútil, ni huella de su ubicación, mi estoicismo, por culpa de mi vanidad, llegó con diez minutos de retraso después de que habían partido.
Ya más sereno, y rogando a todos los santos que el taxista no le hiciera daño, llegué a casa y entré, con mi eficaz estrategia de noches de parranda; de puntitas y zapato en mano, conteniendo toses, hipos y demás ruidos corporales para no despertar las iras del infierno. A un paso de la victoria, cuando creí haber burlado al diablo, sorpresa, en la puerta de mi recámara se encontraba mi madre lista para sermonearme; Que cuándo dejaría mis parrandas, que qué horas son éstas de llegar, que cada vez llego  más tarde, que ya era una vieja y no me viviría para siempre, que si mi padre viviera… Ya en la recámara, abyecto por el regaño de mami y sintiéndome merecedor del averno, empecé con mi rutina de empijamarme, depositando sobre el buró el reloj, los cigarros, las llaves, el celular, la cartera. ¡La cartera!, ¡En la madre! no estaba la cartera.
Lo malo no es que huyera con mi cartera…, lo peor es que se fuera, robándome además el corazón(12).

 

Fragmentos de canciones de Joaquín Sabina

(1) Peor para el sol
(2 y 6) El caso de la rubia platino
(3, 5 y 12) Medias negras
(4 y 8) La del pirata cojo
(7) Tan joven y tan viejo
(9) Cerrado por derribo
(10) Donde habita el olvido
(11) Con la frente marchita

La foto

En la mesa redonda, la única circular de la cantina “El primer milagro”, Sofo y Filo departían alegremente en el rincón del bar después de ganarse el chupe gratis en una reñida partida de dominó.
-  Tons que Filo, ¿nos encueramos?
- Qué pasó pinche Sofo, somos machitos ¿Qué no?
- No seas güey, me refiero si vamos a ir al zócalo a la sesión fotográfica de Spencer Tunick.
- Pos a mi se me hace chida la idea de ver tanta vieja en pelotas, pero no chifles, que tal si hace frío y se me encogen mis vergüenzas. La neta, me daría harta pena traer el tilín cómo de recién nacido, o peor aún, que tal si se me para con tanta vieja en cueros; el pedo no es ocultarla, porque hasta la presumiría gustoso, la bronca es luego como me la bajo.
Sofo reía divertido de las ocurrencias de Filo. Se llamaba Filemón, pero a Sofo le gustaba decirle Filo, por la abreviatura de su nombre y por sus comentarios agudos. A Sofo le decían así porque su apodo se fue desvirtuando. Comenzaron diciéndole el filósofo, por ser un devorador de libros, sobretodo de mitología Griega, y le gustaba ahondar en temas profundos. Regularmente era observador, taciturno. Chupaba como esponja y sólo a medios chiles afloraba su personalidad filosófica. Después su apodo cambió a Sófocles, hasta que quedó en Sofo. Nadie recordaba su verdadero nombre, simplemente era el Sofo.
- No seas pendejo Filo, la onda va más allá de ver chavas vestidas de epidermis. Es volver a nuestras raíces. Nuestros antepasados iban desnudos como cualquier animal, se arropaban sólo cuando tenían frío. Pero no quiero aburrirte con rollos antropológicos, basta con decirte que la sociedad acabó por tratarlo de forma pecaminosa, cuando debería ser lo mas natural del mundo.
- ¿Pero a poco no te excita ver viejas encueradas? A mí, la mera neta, un chingo.
- Eso porque las ves vestidas todo el tiempo. A mí se me hace más erótico una minifalda, o unos pantalones ajustados. ¿No recuerdas esa película de María Félix que excita a todo el jurado mostrando apenas el tobillo? ¿A poco no encuentras más sugerente un escote?
- La mera neta, simón. Pero es por culpa de mis manos.
- ¿Ah Chingá, cómo que de tus manos?
- Es que tienen vocación de brasier. Me cae que si es verdad el rollo ese de la reencarnación, me gustaría en el futuro ser un Wonder Bra copa “C”.
- No mames pinche Filo, que ocurrencias tienes, siempre sales con tus pendejadas. Por eso me caes bien. Salud por la vocación de tus manos.
- Salud güey, y sí voy a ir, ya sabes que nunca me rajo.
- ¿Sabes que he pensado, Filo? Que nos estamos volviendo entes solitarios, que la tecnología nos está encerrando puertas adentro. Mira, cuando empezó la radio….
- Párale, párale güey. Si estamos chupando tranquilos. Te quiero un chingo pero no exageres. Vas a soltar uno de tus choros interminables y no nos hemos puesto de acuerdo a qué hora nos vemos mañana. Ya ves, empezamos a tomar desde las dos y ya van a dar las once, y si no mal recuerdo nos citaron a  las cuatro de la madrugada ¿no? Siquiera hay que dormir un rato.
- Ta bien. Nomás pedimos la del estribo y nos vamos. Quedamos en  vernos en casa del Poncho a las 3:30, ya acordé con el Negro, también con el Cochambres y el Pachuco. Él les avisará a los demás.
- Pos chupando que es gerundio. Nomás te lo lavas, no vayas a quedar delante de mí en la posición fetal y me tenga que chingar tu buqué.
- Salud pinche Filo.
Puntualmente, como si fueran ingleses, llegaron de a poco a casa de Poncho. Tomó de imprevisto a Sofo que su hermana Andrea se hubiera inscrito en la lista. Se consideraba un “open mind” pero no le agradaba mucho la idea de ver a su hermana en cueros y menos delante de sus cuates, ya se imaginaba que su apodo cambiaría a “Cuñáo”; pero aún así, la felicitó por su decisión y se hizo acompañar por ella hasta casa del Poncho. Pero más le sorprendió ver al Cornetas con su mamá; una señora entrada en años y carnes, sin embargo, alabó para sus adentros la valentía y osadía de ambos. En definitiva, era algo insólito que asistiera doña Luisa, quien en innumerables ocasiones departió con ellos la comida; señora amable y cariñosa que los vio crecer, que los llevó al parque cuando niños; les disparaba los helados y les curaba sus raspones. Llegó a ser hasta confidente de más de uno cuando se les quebraba un poco el corazón por un desaire de adolescentes. No quería ni imaginársela tal y como Dios la trajo al mundo, y mucho menos la viceversa. Prefirió no pensar más en ese asunto pues su presencia y la de su hermana le mermaban las agallas.
Cuando llegaron él y Andrea, ya estaban Filo, el Negro, Laura y Pilar, y desde luego Poncho que peleaba con su hermano Memo diciéndole que no podía ir por ser menor de edad. Minutos más tarde llegaron el Cochambres, Paco con su novia Nanda y el Pachuco. A punto de partir, llegaron los leandros Juanito y el Cachetes. Hechos bola en la camioneta, Filo les advirtió a estos últimos que no fueran a empezar con mañosas mariconadas, que iban a convivir como gente decente, que si empezaban con puñalerías, los iba a correr a punta de patadas en el remolino negro.
Se estacionaron lo más cerca que pudieron del zócalo y se formaron en la larguísima fila con inscripción y documentos en mano.
Cuando por fin dieron la orden de destape, se desvistieron a toda prisa y corrieron a la plaza mayor. A Sofo no pasó inadvertida la tremenda erección que lucía Filo trotando orgulloso con los hombros echados pa atrás y los brazos separados, ni tampoco la salivación atragantada de Andrea y Laura, cuando pasó junto a ellas un atlético Adonis con atributos de burro.
Ya en pleno zócalo, esbozó una triunfal sonrisa, se sintió parte de una tribu de neandertales del siglo XXI, pero no en la selva, sino consciente que estaban en la explanada principal de la ciudad de México. Desnudarse y ver a 20 mil personas encueradas siguiendo indicaciones, lo sintió de la forma más natural del mundo, despojándose aparte de sus ropas, de los tabúes y complejos que la sociedad impone. Ver a flacos y gordos, altos y chaparros, prietos y güeros, nacos y fufurufos, hombres y mujeres desinhibirse tan naturalmente, era un logro, un acto de rebeldía contra lo impuesto por cientos de generaciones. No dejó de pensar en lo sofisticada que ha hecho la vida la humanidad, que con el paso de los años, pequeños grupos de poder con su retórica abundante en sofismas, han sembrado confusión, haciendo complejo lo fácil y natural con conjeturas de apariencias de verdad. Vivió el momento, no como una foto para un museo ni como un record para los absurdos Guines, más bien como un regreso a las raíces, desatándose de grilletes invisibles e inventados. En esos breves instantes no había ricos ni pobres, o por lo menos, no había por qué, ni manera de clasificarlos.
Terminada la sesión se sintió feliz. Gritó, saltó y bailó con entusiasmo. Alguna gente lo miro extrañada, pero a unos cuantos los contagió su jubilo y retozaron con alegría. Habían logrado desprenderse de algo más que su ropa, sintieron la libertad del espíritu y la dejaron surgir sin complejos ni ataduras sociales. Se abrazó a su hermana y saltaron desnudos riendo a carcajadas como dos infantes, como cuando los bañaba su mamá en la misma tina y jugaban con buches de agua.

Reencuentro

¿Te vas a ir de pinta verdad? Voltee para reconocer de quien era la melodiosa voz que anticipaba mis intenciones. Era Reina, una compañera de colegio, que,  aunque durante los tres años que llevábamos en la secundaria vespertina no habíamos coincidido nunca en el mismo grupo, manteníamos una relación cordial a fuerza de convivencia, pero nada más, sin intimar. Por eso me extrañó que intuyera mi intención de no asistir a clases. ¿Tan evidente era mi comportamiento? O cómo dicen por ahí; crea fama y échate a dormir.
- ¿Que comes que adivinas? Contesté ¿Tú gustas?
- Uuuyyy Me da miedo. ¿Sabes? Nunca me he ido de pinta, pero tengo unas ganas bárbaras de atreverme. ¿Qué es lo que hacen? ¿A dónde van?
- García y yo quedamos en ir al cine, pero hasta las cuatro, que es la hora en que empiezan las funciones, mientras tanto nos hacemos tontos vagando por ahi. ¿No lo has visto?
- No. Voy llegando. Se me quedó viendo con cara de pícara y soltó: ¿Me invitan? Lo dijo con candidez y coquetería, con las manos atrás, columpiándose de puntitas y elevando el pecho.
- ¿De veras, te atreves? Le dije soltándome el nudo de la corbata de ese horrible uniforme color caqui estilo miliar.
- Pero vámonos, fshhhit, de balazo, antes que me arrepienta.
- Espérate tantito, vamos a esperar a García. Se me hace gacho dejarlo plantado. Él fue quien propuso la pinta de hoy, tiene muchas ganas de ver “El Exorcista” y además es quien trae la lana, yo no traigo ni un clavo.
- Ándale, vámonos que me está entrando ansiedad. Están a punto de abrir la puerta, y si nos ve el prefecto y luego ya no nos ve dentro, seguro nos reporta, y a mí sí que se me arma en grande.

Recordé esta escena a años luz de distancia, formado en fila en la librería donde Reina Fernández iba a autografiar su más reciente novela. Hace poco más de treinta años que no nos vemos y no sé si se acordará de mí. El año pasado leí una novela sin que el nombre de la autora, Reina Fernández, me sonara familiar, pero al ver su foto en la solapa me pareció conocida, y sacando conjeturas de algunos datos biográficos, e incluso detalles dentro de su novela, logré identificarla.
Me mudé de estado al casarme, y hace unos días leí en el periódico que vendría a esta ciudad a promover su nueva obra.
Impaciente, formado esperaba mi turno para que me dedicara el libro, ocultándome sin razón alguna cada vez que ella levantaba la vista para ver cuanta gente faltaba de autógrafo.

- ¿Cuánto traes? le pregunté alejándonos de la escuela sin que García nos acompañara.
- Dos pesos.
- ¿Dos pesos? Ni modo flaquita, te va tocar talonear junto conmigo, porque con eso no nos alcanza pa nada.
- ¿Talonear? ¿Qué es eso? Me suena muy feo “guaaac”.
- Se trata de poner cara de preocupación, y pedir dinero prestado para el camión.
- Pero si el cine está aquí cerquita.
- No seas tontita, lo del camión es un pretexto para obtener dinero, en otras palabras, es una coperacha que hace la gente para nuestra causa, nada más.
- Uuuuyyyy, eso no me lo dijiste. Me va a dar harta pena.
- Tu nomás observa al maestro, le dije mientras seleccionaba a mi primera víctima.
“Señorita, sería usted tan amable y gentil en proporcionarme a manera de préstamo, alguna moneda para completar el dinero para mi pasaje de camión, por comprarle una estampilla a mi hermanito, descompleté lo del transporte.”
La señorita en cuestión, sólo me miró con desdén y sin hacerme caso continuó su recorrido.
- A ver, déjame intentarlo dijo Reina, y se apresuró a salirle al paso a una señora. Yo sin prestarle mucha atención me alejé un poco para evitar sospechas, y continué con mi taloneo. Después de quince o veinte minutos, se me acercó sonriendo.
- ¿Cuánto llevas?
- Un peso con cuarenta centavos, contesté muy ufano, ¿Y tú?
- 15.80 me respondió con una risa tímida.
- ¡Que bárbara! Nos va a alcanzar hasta para palomitas y refrescos.
- ¡Yeeaaa!, ya me gustó lo de la taloneada. Déjame le sigo, quien quita y nos alcanza hasta pa las “Chispas”.
Para eso de las tres, ya teníamos cerca de 30 pesos. Al ver su éxito, me di la libertad de comprarme un cigarrillo suelto y dedicarme a regentearla.
- Juntamos casi 32 pesos, le dije entusiasmado en la taquilla del cine.
- ¿Juntamos Quimo Sabih? Si tú nomás cooperaste con 2.50, me dijo dándome una cariñosa y fuerte palmada en la nuca.

Cuando por fin tocó mi turno en la fila de autógrafos, estiró su mano sin voltear a verme; “¿Cuál es su nombre?”. Le entregué el libro y dije: ¿Le gustaría irse de pinta y talonear un poco para ver si nos alcanza para un café?
Volteó a verme intrigada, recorriendo detenidamente mis facciones. ¿Negrito?, ¿eres Pepe “El Negro”?
- Por supuesto, flaquita, o ¿debo decirte: Licenciada Reina Fernández?
- ¡Que sorpresota negrito chulo! ¡Guau, Uffff! Deja darte un abrazo, dijo intentando ponerse de pie.
- Termina. La detuve posando suavemente mi mano sobre su hombro. Te espero para que vayamos a tomar un café ¿Puedes? Yo mientras salgo a la calle a talonear un poco.
- Uuuuyyy, no. No nos va a alcanzar ni pa los chicles. Rió divertida mientras me escribía una dedicatoria. Espérame un momento y acepto encantada tu invitación.

Cuando salimos del cine panzones de tanta golosina, comenzaba a llover. Caminamos bajo las cornisas para cubrirnos un poco, cuando de pronto, me pareció ver a mi mamá bajando de un auto. Escóndete, dije, acabo de ver a mi mamá. Cuando caí en cuenta que en mi familia no teníamos coche, y que el señor que abrazaba a mi madre y le acariciaba el trasero tampoco era mi papá. Vimos que entraban a un edificio de departamentos. El abrazándola por la espalda, besándole el cuello o susurrándole algo al oído.
- ¡Que lindos! ¿Son tus papás?
- No. Dije bajando la mirada y apretando los puños. Sólo ella, al otro güey ni lo conozco.
- ¡Híjole! … ¡Chin! Hizo una pausa mientras sacudía vigorosamente los dedos, ¿Seguro que es tu mamá? ¿Qué te digo? … Me miró con cara de espanto, cuando notó que mi rostro se transformaba con un rictus de ira y dolor.
No pude contener mis lágrimas. Sentía vergüenza, mucha vergüenza y rabia. Reaccioné ya que la puerta de edificio se había cerrado. Quise correr hacia ellos, pero ella me detuvo con un fuerte abrazo, a la vez tierno y sincero. Shhh, shhh, shhh, no llores me decía, al tiempo que me cubría la cara a besos. Deduzco ahora, que por su inocencia e inexperiencia fue lo que se le ocurrió para consolarme. Continuamos abrazados por un rato, con los rostros empapados de lluvia que ayudaba a camuflar nuestro llanto.

En una cafetería, y después de ponernos al tanto de nuestras historias de tres décadas de ausencia y comentar añoranzas, observé con simpatía que seguía siendo la misma. Sencilla y alegre, con una deliciosa conversación que acompañaba, como siempre,  con un sinfín de onomatopeyas.
Fue inevitable que la plática cayera en aquel bochornoso episodio de mi vida, yo procuré no tocar el tema, porque a pesar de tanto tiempo, aún me avergonzaba. Fue ella quien lo sacó a colación, no de oquis es escritora y ávida de historias.  Le conté lo que a nadie, que me puse fisgonear discretamente las actividades de mi madre, esperando inocentemente que aquel acontecimiento hubiera sido sólo un mal entendido, pero no. Mi madre tenía su amante de planta y lo peor es que se le notaba más alegre que nunca. Aquella felicidad la interpreté en cinismo y me dolía hasta en los huesos. No quería contárselo a papá, pero en un arranque de ira propio de la edad y en una riña insignificante con mi madre durante la cena, vociferé su amorío frente a papá y mis hermanos. Mi hermano me soltó un derechazo que fui a dar contra la alacena. Mi padre impuso la calma de un manotazo en la mesa y nos mandó a dormir. En la recámara, mi hermano continuaba riñéndome, en tanto mi hermana que se había escurrido a nuestra habitación no dejaba de llorar. Yo quería escuchar la conversación de mis padres que se percibía acalorada, pero mis hermanos no me dejaban oír, hasta que sonó un fuerte portazo y después todo fue silencio. Después de un momento que nos parecieron horas nos atrevimos a salir, y encontramos a papá llorando quedito en la mesa de la cocina. “Por favor, lárguense, déjenme solo” masculló, y nos regresamos a ocultar como perros apaleados. Les dije a mis hermanos lo que había averiguado, aunque sólo conseguí golpes, pero ahora por parte de los dos... Hice un silencio ahogado en la conversación con Reina. Mi madre regresó y mi padre es quien se fue, continué, al tiempo que una lágrima daba por terminado el relato. No quise contarle los primeros años de la separación y que fueron los más amargos, más, porque yo me sentía culpable de aquel divorcio. Sólo le platiqué que mi madre me pidió perdón poco antes de morir y que mi padre se tiró al vicio.
-Huuuy, Negrito, perdón… No fue mi intención.
- No te preocupes, flaquita, creo que era algo que necesitaba sacar.
- Es que… ¡Ufff! No sé cómo decirlo… Me tomó las manos, se mordió los labios y abrió tamaños ojotes mirando hacia arriba suspirando profundamente como para aguantar el llanto. – Es que esto me ha hecho recapacitar.
- No, flaquita, si no fue tu cul…
- No es eso, me interrumpió, es que estoy viviendo una situación similar. Dijo mientras buscaba entre su bolso un pañuelo.
Me comentó que le estaba siendo infiel a su esposo. Que vivía un romance maravilloso pero que no había querido recapacitar en el daño que podría causarle a sus hijas y a su marido si se enteraran. Que mi historia le provocó una catarsis pospuesta y evadida.
No sé por qué me lo contó, quizá el secreto le estaba secando el alma y no tenía con quién desahogarse, o tal vez por la discreción, al ser yo, un íntimo desconocido. No lo sé, no quise conocer el motivo ni profundizar en la anécdota. Su rostro avergonzado y triste lo decía todo. Me pasé a su lado y la mantuve abrazada en silencio. Cuando se desahogó, desvié la conversación a temas más divertidos y terminamos, como los dos adolescentes despreocupados que fuimos, pero en nuestras risas a veces se asomaba un dejo de tristeza. Nos despedimos como los dos grandes amigos que nunca fuimos.

La conspiración

- Ya fuiste investigado, Juan, y muy a fondo. Como podrás comprender, esta misión es delicada, no podemos permitir infiltrados. Pero además, no te subestimes, gente con tu perfil es difícil de encontrar. No ha sido una tarea sencilla el reclutamiento. Hasta ahora contamos con doscientos miembros y en menos de un mes tenemos que reclutar otros cien. Ya los tenemos seleccionados, contactados e investigados, sólo esperamos que vengan a la entrevista y que acepten unírsenos.
- Perdone que lo contradiga, licenciado, pero si algo sobra en este mundo son pedorros.
- Efectivamente, Juan, aunque no todo el mundo lo reconoce, y son muchos menos los que están dispuestos a unirse a esta justa causa. El flato es una cuestión natural, pero reconocerlo públicamente; es cultural. En este caso, encausarlo, sólo puede ser motivado por la convicción de un bien y deber cívico. Déjame platicarte los inconvenientes que hemos tenido que sortear durante este proceso: En primer lugar, deben ser civiles hartos de sentirse pisoteados por esta estructura gubernamental, inconformes y dispuestos a unirse a la causa. En segundo lugar, que reconozcan su facilidad flatulezca y del control que tengan sobre ella. Además, para este movimiento, los hemos catalogado en dos grandes categorías; los sonoros y los aromáticos. Nos ha costado mucho esfuerzo reclutar mujeres y gente de una posición social acomodada, no porque flatulen menos que cualquier individuo, no es cuestión de género ni de clases sociales, sino mas bien por pudor. Contamos con pocos elementos de estos dos tipos, y se unieron a nosotros más por convicción y devoción a la causa, que por dominio de su esfínter y aparato digestivo. Están en la fase de capacitación, y hasta ahora, con muy buenos resultados. Tu perfil está dentro de la categoría sonora, pero con una durabilidad asombrosa. Ven, permíteme mostrarte las salas de capacitación, el comedor, y presentarte a algunos de tus compañeros. También para que te tomen las medidas para tu traje, porque el día indicado, deberán asistir con impecable presentación. Y no te preocupes, todos estos gastos van por cuenta nuestra, además de los honorarios que ya acordamos.

Juan salió contento del lugar, motivado y convencido de que estaba obrando bien. Tendría que regresar a ese sitio diariamente durante un mes, ya sea a desayunar, comer o cenar una dieta rica en azufre, además de dos sesiones de capacitación mínimas y obligatorias por semana. Prometió en una solemne ceremonia de juramento no decir una sola palabra al respecto, porque una pequeña indiscreción de cualquiera de los participantes, pondría en riesgo toda la operación.

El día esperado por fin llegó. Cada uno de los elementos reclutados llegaron puntualmente y de forma individual. Presentaron sus credenciales de acreditación y ocuparon sus respectivos lugares en la sala, los cuales fueron previa y estratégicamente seleccionados. Hasta adelante se ubicaron los aromáticos. Los sonoros, que eran mayoría, en la parte de atrás; e intercalados en diferentes posiciones, se sentaron quienes podían cumplir con ambas funciones. Juan fue ubicado más o menos en el centro de la sala.
A la hora acordada apareció el Ciudadano Presidente con todo su séquito. Uno de sus más fieles seguidores hizo la pomposa y lambiscona presentación del ejecutivo, culminando con un fuerte aplauso de toda la concurrencia.
El presidente tomó su lugar al frente del estrado y dio inicio a la lectura de un extenso discurso.
Todo comenzó con armonía, pero una discreta señal detonó la confabulación. Inició con un discreto y sonoro pedo que causó el efecto esperado. Risitas apagadas y un cuchicheo en toda la sala. Segundos más tarde, la sala se llenó de un silente y peculiar aroma que provocó nuevamente risas y un murmullo “in crescendo” que originó la primera distracción del presidente.
Siguió el turno de Juan, quien soltó un estruendoso y largo pedo digno de un aplauso que nunca llegaría. Los tres hermanos Fernández, dueños de un educado y fino culo generacional, quienes podían pedorrearse a tres voces armonizando el canon de “El martinillo”, con exacta precisión desde sus estratégicos sitios, sincronizaron un ruidoso flato.
Para ese entonces, la sala entera se destornillaba de risa. El presidente sudaba copiosamente, victima del nerviosismo ante las cámaras televisivas.
De común acuerdo, todos los sonoros elevaron un pedo de extraordinarios decibeles, que sin lugar a dudas sería escuchado y recordado por cientos de televidentes.
Ni siquiera el sida es tan contagioso como la risa, la sala entera era un verdadero manicomio, hasta la escolta del presidente, con sus caras de gárgolas e impenetrables lentes oscuros podían disimular la carcajada.
Llegó el turno de los olorosos, quienes se aventaron un soplado nauseabundo, que si el gas no fuera incoloro, se habría llenado el salón de una densa bruma.
Posteriormente, tanto sonoros como olorosos, dieron rienda suelta a sus esfínteres. Doña Carmelita, quien durante el entrenamiento tuvo las calificaciones más bajas, pero una convicción y voluntad de acero, además de un trasero portentoso y prometedor, al quedársele uno atorado en la punta de la salida, tuvo que imitarlo con una mano bajo su axila.
El presidente no fue capaz de soportar tal pestilencia, y con un movimiento rápido intentando esquivar las cámaras de la prensa escrita, hablada y visual, bañó con vómito los zapatos y pantalones de uno de sus guaruras.
Sólo hay dos cosas casi tan contagiosas como la risa; los bostezos y el vómito, y este último hizo presa a muchos asistentes al evento que no formaban parte del capacitado equipo.
La conspiración fue todo un éxito, grabaron por completo el acontecimiento, previniendo que la televisión, vendida como siempre a los intereses gubernamentales, omitiría las imágenes captadas. La prensa no sólo no mostró las imágenes, omitió por completo todo lo relativo al evento, a excepción de lo que se había transmitido en vivo y en tecnicolor.
La noticia de todos modos se divulgó, se utilizó Internet como medio de difusión masivo, con tan buenos resultados, que en el “youtube” el video ocupó durante varias semanas el primerísimo lugar en las listas de popularidad. Por fortuna (o por desgracia), los aromas aún no pueden difundirse por medios electrónicos. Se escribieron corridos, algunas odas al pedo, que podían leerse en la mayoría de los baños públicos. Hubo incluso, quien llevó a registrar a su hijo con el nombre de Flátulo,  la pobre criatura, fue quien pagó honorablemente los platos rotos.
Se detuvo a cada uno de los que asistieron al evento, pero tuvieron que dejarlos en libertad al no encontrar elementos de juicio. Se les acusó del uso de armas bioquímicas en contra de la nación, pero después de revisar las leyes y consultar a los científicos, se determinó, en una apretada controversia, que la flatulencia pública, no es siquiera una falta a la moral.
Y como las reformas nunca se acaban, a raíz del acontecimiento, el ejecutivo mandó una iniciativa de ley al poder legislativo, donde se exigía se castigara con tres días de prisión sin derecho a fianza, a todo aquel extraño enemigo que osare pedorrearse frente al presidente. Se pidió apoyo a la iglesia para elevar la flatulencia a rango de pecado venial, aunque a esto, los feligreses, lo tomaron tan a broma, que los confesionarios se transformaron en torturantes cámaras de gas. Hubo también campañas publicitarias donde se exhortaba al pueblo al uso de las buenas costumbres, distribuyéndose de forma gratuita, cientos de miles de copias del manual de Carreño.
Pero como todo lo prohibido es más apetecible, la moda entre la juventud era pedorrearse. Hubo concursos clandestinos con sesiones de apuestas para el pedo más largo y para el más sonoro, se excluyó el del tipo hediondo porque el método de medición resultaba demasiado subjetivo. También se inventaron ingeniosos juegos de video, que consistían fundamentalmente en cazar figuras públicas mediante voluminosos y seleccionables traseros.
Al no poder ocultar el sol con el dedo, aunque se trate del dedo presidencial, la noticia se globalizó, y en los encabezados de la prensa mundial se leía: “Se está armando el pedo en México”.