sábado, 22 de enero de 2011

Cinco de bastos

Me considero una persona escéptica en asuntos esotéricos, zodiacales, brujeriles y demás. Aún cuando mi desconfianza en estos temas es inmediata, procuro mantener la mente abierta y suelo conceder el beneficio de la duda, simplemente como una práctica consciente para no convertirme en uno de esos seres intransigentes que me resultan tan odiosos. En mayor medida dudo en argumentos proféticos, sobre todo porque los tratan en términos muy vagos y las interpretaciones suelen ser de lo más ambiguas. Estas suspicacias se remontan a mis más tiernos inicios de la pubertad, donde la rebeldía era un acto reflejo contra todo, especialmente con los mayores. Sucede que en aquellos tiempos de mocedad, mi madre, a quien tenía que combatir a toda costa por ser mi más cercana autoridad, se daba a la tarea de buscar cómo conseguir algunos centavos extras para nuestra manutención. Mi madre,  que era viuda y encargada de mantener a tres hijos que resultábamos ser mas jijos de la fregada que de ella, consiguió como una ganga, hacerse de un par de libros de cartomancia en un botadero de libros usados. Después de estudiarlos concienzudamente durante un par de semanas, no más, estaba lista para ser clarividente y desvelar los misterios ocultos tras los naipes, aunque sólo por las noches y después de cumplir con su horario laboral como secretaria. No inició con el Tarot, por supuesto, sino con la baraja española vieja que todo mundo tiene en casa. Era todo un misterio para mí saber qué había detrás del cinco de oros o del siete de copas, o peor aún, qué enigma escondía la sota a parte de su sexo, porque hasta hoy no me queda claro si se trata de una hembra o un macho. Discernir qué dicen los números sin ser auditor es tarea harto difícil, sería más sencillo, pensaba yo, si en lugar de los naipes se barajaran las cartas de la lotería, ya que si el azar escoge a El Valiente, El Negrito o La Muerte, pues ya sabe uno a qué atenerse, pero un cinco de bastos que se me figuraban unos pececitos nadando, o aquellos dientes afilados de un seis de espadas me dejaban un mundo abierto a la imaginación. Las vecinas comenzaron a acudir con cierta frecuencia, la misma de siempre, pero ahora con el pretexto de conocer su futuro, querían descubrir si el marido les ponía el cuerno o si la fortuna les sonreiría algún día. Mi madre, pudorosa y escrupulosa de los secretos particulares de su clientela, no nos dejaba entrar en la habitación mientras visualizaba el provenir de las consultantes por ser algo muy íntimo, sin embargo, me las ingeniaba para ocultarme y escuchar lo que le deparaba el destino a nuestro vecindario. No sé si con el curso intensivo y autodidacta mi madre aprendió develar los secretos del universo, lo cierto es que las vecinas acudían en mayor número y yo estrené un par de tenis. Cierto día y pese a ser mi enemiga natural, decidí echarle una manita en su quehacer profético, al escuchar que le comentaba a una vecina: Tenga cuidado con los cristales, leyó mi madre en algún lugar de la baraja. ¿Preciosos? preguntó la señora. No lo sé, continuó mi madre, aquí muy claro dice que hay que tener precaución y por otro lado las cartas muestran cristales. Yo por mi parte veía nítidamente la manera de vengarme de esa vieja que me caía tan gorda, así que al día siguiente, me cargué de un pelotazo con los vidrios de la ventana de la vecina. Dos pájaros de un tiro. Me desquité de todas las que me había hecho la pincha vieja, además que la fama de mi madre como adivina acertada comenzó a crecer. Desde mi escondite aprovechaba términos no muy precisos para ayudarle al destino. Si escuchaba tierra, pues destruía macetas; Si fuego, pequeños incendios en los botes de basura; Si infidelidades, llamadas telefónicas comprometedoras; Si luz, fundía los fusibles. En fin, sin que mi madre supiera, en mi tenía al ángel exterminador encargado de cumplir las sentencias proféticas. El éxito se le subió a la cabeza y se jactaba de ver el futuro de sus clientes, pero era incapaz siquiera de intuir de quién era su aliado. Me sentí con el derecho suficiente de exigirle una bicicleta sin revelarle el secreto de que el éxito de sus laureles y la eficacia de sus presagios era yo, sin embargo, el negocio no daba para tanto y me la negó. Decidí revelarme poniéndome en huelga de brazos caídos y la adivinación dejó de ser certera, se volvió tan eficaz como el horóscopo matutino de la radio. La muy canalla dejó ese negocio adivinatorio semanas después al no conseguir en el mercado una bola de cristal, y empezó a vender en sus ratos libres, miniaturas de obras de arte que recortaba de las cajas de cerillos “Clásicos”, barnizaba con “Resistol” y pedazos de medias de nylon para que les diera la textura de un lienzo y los enmarcaba en madera. De verdad eran pequeñas obras de arte, aunque tampoco dejaban lo suficiente como para comprar una bicicleta, pero debo reconocerle que empezamos a comer más abundante.