sábado, 14 de agosto de 2010

Al oscurecer

No se ni pa’ qué me trajeron al curita ese, mijita, nomás vino a interrumpirme el réquiem de Mozart, hoy que amanecí tan lúcido como hacía semanas que no me sentía. Sé bien que en la madrugada les pegué un susto, pensaron que no la libraba porque hasta vino a verme tu hermano desde tan lejos, pero uno bien sabe cuando le llegó la hora. El padrecito quería que me confesara, pero ¿pa’ qué? no le veo el caso. Sí, tengo algo que confesar, pero no a él. No lo entendería o lo atribuiría a una demencia senil, mejor te lo cuento a ti que tú si me entiendes. Esto no lo supo ni tu madre, que en paz descanse, pero tengo un deseo oculto con una bella mujer desde aquella vez que enfermé de gravedad. ¿Te acuerdas? Cómo no te vas a acordar si por poquito arruino tu fiesta de XV años, lo bueno fue que la crisis me llegó unos días después. Ven, siéntate aquí donde pega el solecito, deja te platico de ella.
Cuando estuve en el pabellón de enfermos, ese, al que irónicamente llamaban “zaguán del cielo”, fue que la vi por primera vez semi-recostada sobre la cama de mi vecino de la izquierda, acariciándole suavemente la cabeza y entonando casi imperceptible, una bella melodía que supongo fue lo que me despertó, pues siempre he padecido, y tú bien lo sabes, mijita, de un sueño muy ligero. Era bella, fresca, luminosa, como la mañana de un sol radiante sobre un bosque nevado. Noté que mientras lo acariciaba, el obeso rostro de mi vecino empalidecía y sus facciones se serenaban, hasta que ella le plantó un dulce beso en sus labios, tan dulce como el claro de luna de Debussy y tan intenso y apasionado como el de Beethoven. Fue entonces que él aflojó el cuerpo, si se puede decir aflojar cuando se entiesa, y el beep prolongado de la nota La, se dibujaba lineal sobre el monitor que intenta, en ridículo remedo, graficar la vida. Ella me miró, me guiñó el ojo y llevó un dedo a sus labios en señal de silencio. En ese instante desapareció de mi vista y de inmediato me quedé profundamente dormido.
Al despertar a la mañana siguiente lo atribuí a un sueño, a una impasible bonanza onírica, pero al enterarme que el ocupante de la cama colindante había fallecido, ya no me lo pareció tanto. Recordaba con precisión el rostro de la bella desconocida, pero sobre todo, sus ojos profundos como el mar.
Por la noche, me despertó de nuevo aquél tenue canto, que invitaba a navegar apacible por esa frontera inapreciable del horizonte donde se confunden cielo y mar. Esta vez estaba a mi derecha y recostada en la cama contigua de frente a mí. Sin dejar de entonar su canto, llevó de nuevo su dedo a los labios mientras acariciaba la calva de mi viejo vecino. Otra vez depositó un beso prolongado en la boca del anciano, y éste selló con placidez su historia en el planeta. Volvió a mirarme esta mujer sin edad, de ambigua edad, me guiñó el ojo y me hizo una señal en V con sus dedos. No supe interpretar si era un símbolo de victoria, o si me decía ya van dos. Sin más, se esfumó.
Procuré no dormirme de inmediato aunque un incontrolable sopor invadía mi cuerpo. Quería recordarla, grabar su deleitable imagen en mi memoria. El verla o recordarla me llenaba de un tenue placer, su imagen era simple y placentera cómo el café matutino, cómo un trago con los amigos, cómo la risa contagiosa de los bebés, y tan necesaria cómo la pluma al escritor, la ventana a un poeta, o la cuerda a una guitarra. Comencé a necesitarla y a temerla.
Regresó a visitarnos tres noches después, yo, inexplicablemente decían los galenos, mostraba signos de alivio, enigmáticos según ellos. Me aterrorizaba, pues casi siempre la muerte, cuando de enfermedad se trata, viene acompañada de una mejoría notable. Cómo hoy. Esa noche desperté sobresaltado y la encontré al pie de mi cama. Me aterré serenamente, si cabe la expresión. Me dio miedo pues sabía lo que ella representaba, pero ansiaba besar esos labios de hielo. Morir en sus brazos, sería la mejor de las suertes, la mejor de las muertes. No se acercó. Me señaló con el dedo índice, cómo apuntándome, después hizo de nuevo el signo en V y posteriormente la de guardar silencio guiñándome el ojo. Se dirigió con mi nuevo vecino y se recostó a su lado, como siempre, de frente a mí. Inició su bello canto, sus caricias y le plantó el dulce beso mortal. Pero esa vez, una enfermera entraba en el momento en que la gráfica comenzaba a hacerse lineal. Llamó presurosa a los doctores y comenzaron con sus aparatos y jeringas a intentar volverlo a la vida. Ni los médicos ni las asistentes se percataban de su presencia. Ella, impasible, continuaba con el reposado y extenso beso, hasta que los facultativos se dieron por vencidos. Cuando se retiraban, llegó a mi lecho y me miró con dulzura, mesó levemente mis cabellos y depositó un frio y compasivo beso en mi frente. Desapareció al tiempo que me dormía.
Dos días después me daban de alta del hospital. El doctor le comentó a tu mamá, que estaban sorprendidos por mi recuperación. Meses más tarde, ya totalmente repuesto, me confesó Andrea tu madre, que ya me habían desahuciado, que no me pronosticaban ni medio año más de vida.
Debo confesarte, que deseé ser besado por la mujer sin años. Que me atraía profundamente conocer el sabor de su beso, abandonarme al remanso que ofrecían sus labios, pero pudo más mi miedo o mi amor por la vida, porque deseaba con todo fervor, volver a estar con ustedes y abrazarlos. Lo cierto es que me alivié, y si algo me enseñó esa vivencia, fue redescubrir la belleza de la simpleza. Aprendí a vivir.
Pero mijita linda, llegó la hora de volver a verla y sumergirme en su plácido mimo. No te me pongas celosa ni triste, debes dejarme ir, ya estoy viejo y gastado. Quiero que me lleves a ese nosocomio. No he sabido, por más que investigué, de alguien que narrara una experiencia similar a la mía, pero sé con certeza, y no me preguntes por qué, que a esa misteriosa mujer nomás la encontraré en ese sanatorio. Con el tiempo he llegado a la conjetura que el signo de sus dedos en V, era para indicarme que me llevaría en la segunda vuelta. Pero antes que me internes quiero pedirte un favor, mijita, no se lo pido a tus hermanos porque ya ves como son de espantados y eso que tu eres la menor. Anda, tráeme un cigarro y un tequilita, y atranca la puerta para disfrutar mis placeres en paz, y también tráete tu guitarra y para echarnos, como cuando eras chiquilla, Un mundo raro, ¿te acuerdas? ya después dejas entrar a tus hermanos pa’ despedirme. Al oscurecer, me llevan.