sábado, 14 de agosto de 2010

Mentiras piadosas

Con su mano, le penetra el pecho desgarrándole las entrañas y le arranca el corazón aún palpitando. La chica, mira con desdén el órgano sangrante y lo arroja violentamente contra la pared, y éste, moribundo, se escurre y cae con extraordinaria puntería en el viejo cesto de la basura.
Al mirar aquella pintoresca imagen de la primera desilusión amorosa de Bart Simpson, por inercia llevé una mano al pecho asegurándome que mi corazón aún se encontrara en su lugar.
¿Coincidencia oportuna o ironía del destino? Observé la caricatura al llegar abatido a casa sin más ánimo que encender el televisor para distraer un poquito la mente y dormir. Sólo dormir.
Mi mente no dejaba de darle vueltas a un mismo tema, tampoco pude dejar de compadecer e identificarme con el pequeño Bart. Algo similar acababa de ocurrirme, en un sentido menos metafórico pero igual de intenso. El cerebro divagaba entre el reproche, la justificación, el enfado y el insistente recuerdo.
La había invitado la primera semana de marzo al teatro y la idea de asistir le había encantado. Por trabajo, tuve que me ausentarme casi una semana completa, pero precavido, el martes siguiente, le envié un correo electrónico corroborarlo la cita del jueves, y ella, de nueva cuenta me la confirmó. Apresuré mis asuntos en Campeche para regresar puntual a la cita.
Nunca habíamos salido a solas y eso me entusiasmaba. Intuía que ella sabía que me gustaba pero no había tenido oportunidad de decírselo de frente. Durante nuestros encuentros, que sin excepción alguna se daban rodeados de amigos y en un ambiente cargado de bullicio, se escapaba cierto flirteo de nuestras miradas; por mi parte poco intentaba disimularlo, por la suya, quizá, pura y exquisita coquetería femenina.
Desde el día de la invitación y hasta mi regreso, no dejé de darle rienda suelta a la imaginación, pensando a dónde la invitaría después de la obra; tal vez a un restorán romántico o quizá a bailar; cómo es que le diría que me gustaba, qué palabras usaría, cómo prepararía el momento y el ambiente propicio para expresarle mis sentimientos. Todas esas escenas que uno recrea en la mente para que salga perfecto, aunque después, invariablemente gracias a Murphy, lo practicado se olvide y terminemos con el trillado ¿quieres ser mi novia? u otra expresión por el estilo carente de inteligencia y seducción.
Llegado el momento, esperado con impaciencia y estudiado con ferviente meticulosidad, le llamé para preguntarle a qué hora pasaba por ella, al contestarme, me pidió que la disculpara, que se le había olvidado, que en ese momento se encontraba en una reunión. Yo cortésmente y procurando disimular en mi voz la frustración, sólo atiné a excusarla diciendo que no se preocupara, que son cosas que pasan y colgué.
¡Se le había olvidado!, ¡Qué poca madre! Pudo mentirme argumentando que estaba enferma, que tenía que ir al hospital a visitar a su abuelo, que le habían sacado 10 litros de sangre y se sentía un poquitín mareada, que la había raptado un ovni y la acababan de regresar a la tierra, o que una amiga suya le había encargado cuidar y alimentar a su oso polar. No sé, mentiras piadosas sobran. O bien, decirme claramente que yo no le interesaba, que había adivinado mis oscuras intenciones y que no le apetecía salir con un pobre diablo. Creo que eso me hubiera dolido menos. Pero, ¡qué se le había olvidado!, fue el golpe más bajo que pudo darle a mi autoestima, dejándola inferior a la de Kafka.
La rabia y la decepción me quemaban por dentro, además me sentía avergonzado. Me pendejee no se cuantas veces. Empeoraba mi pesadumbre el hecho de sentirme cobarde, culpable y lunático. Primero; por el tono amable que intenté en mi voz y mis palabras en lugar de haberla mandado mucho a la chingada; después, me eché la culpa por güey, por no haber confirmado la cita cuando menos un día u horas antes, y por último; por todas las ilusiones forjadas en mi imaginación y ver derrumbarse mi castillo de arena como las torres gemelas.
Dormir fue más que imposible. El cerebro estaba demasiado revolucionado cómo para conciliar el sueño y me dispuse ahogar mis penas al más puro estilo Pedro Infante; en el rincón de una cantina, con una botella de tequila y escuchando unas rancheras. …Pobre aprendiz de brujo que escupe al firmamento… aunque bien sabía: que tras varios tequilas, las nubes se van pero el sol no regresa.
Fueron unas rancheras modernas, españoladas, yo esperaba escuchar unas más séntidas, más mexicanas, más José Alfredo, de esas pa rasgarse las venas. La verdad es que frecuento más bares que cantinas, así que era bienvenida cualquier canción siempre y cuando hablara de desamor.
Pedro Infante tenía razón, el alcohol y la música nublaron mi entendimiento e hicieron que el dolor se esfumara, pero gestaron el rencor y una sed de revancha que nacieron al compás de Cuco Sánchez y su Maldito corazón. Con la misma meticulosidad con que fragüé mi sueño pero con el cerebro aturdido, planeé mi venganza, encendiéndome una espontanea sonrisa malévola.
Muy temprano en la mañana y con una resaca digna de hospitalización di inicio a mi plan de desquite. Compré tres ramos de flores tan exorbitantes como su precio. Llené tres tarjetas que pedí fueran sin sobre y estratégicamente visibles. La primera decía: “Amor, no tuve el valor de confesarle a mi esposa e hija de nuestra relación. Tenme paciencia, buscaré un momento propicio para hacerlo. Te ama, Ramón”, y la envié a su casa en un horario donde sabía que la recibiría su mamá. Me relamía los bigotes de pensar el pancho que le armaría su sacrosanta madre, que es de esas señoras de misa diaria y se confiesan hasta por pisar una arañita.
Susana (Babich, así debería de apellidarse la muy cabrona) me había comentado que su compañera de trabajo, “la que se sienta al ladito”, era una chismosa mas peor que pior, así que a medio día le llegó otro ramote con su respectiva tarjeta a la vista: “¡Qué noche la de anoche! ¡Mmmhhh! Jamás imaginé a alguien capaz de proporcionar tanto placer. ¿Nos vemos mañana? Ya está reservada la habitación del motel. Roberto”. El tercer ramillete llegó con la siguiente misiva a la academia donde practica baile, con la dedicatoria a la vista del más ciego: “¡Viva el movimiento lesbo! ¡Por fin te atreviste a salir del closet! ¡Qué bárbara, fuiste la sensación del bar! Con mucho cariño, Lily”.
Por la noche y a solas en mi habitación, me cagaba secretamente de la risa pensando en lo miserable que debió haber sido su día, y esperaba impaciente ver su rostro al día siguiente, donde nos veríamos como cada sábado con los amigos. No llegó a la reunión ni contestó las llamadas que le hicimos. Por mi parte me di por satisfecho, la revancha estaba consumada, la dulce venganza había opacado lo cucaracha que me sentí ese jueves.
El sábado de la siguiente semana asistió a nuestra reunión de amigos. Discreto, en la primera oportunidad que tuve me acerqué a preguntarle el porqué por su ausencia anterior y me apartó para contarme a solas con lujo de detalles su viernes maldito… Su mamá no le creyó su inocencia y desde entonces le habla con monosílabos, sin contar la reprimenda que duró todo un fin de semana. En su trabajo no la bajan de piruja, el chisme detonó como juegos pirotécnicos y ahora todos en la oficina le hacen bromas obscenas. Ya hasta ha difundido su currículum en diversas partes para cambiar de trabajo. En sus clases de baile una compañera se le insinuó abiertamente y la maestra intentó besarla al salir de clases.
No aguantó más y se soltó llorando. Con cara de mustio me dediqué a consolarla. Paradójicos sentimientos opuestos se revolcaban en mi interior, al principio me sentí ruin pero contento, me enorgulleció el éxito de mi revancha, pero poco a poco, en cada sollozo suyo se caía a puntapiés un pedacito de mi corazón. Era el dolor triste de la culpa. Terminé por sentirme terriblemente mal, cobarde, hipócrita, traicionero, no encuentro un mejor calificativo que una mierda. La boca me sabía amarga e intuí que me apestaba, supongo por la putrefacción de mi alma.
Cuando al fin se calmó regresamos donde los amigos. Ella con los ojos hinchados y yo callado y avergonzado. No sé que me dio por hurgar en mi cartera, ahora pienso que fue un impulso de dignidad del subconsciente. Lo cierto, es que se me cayeron algunas tarjetas de presentación y entre ellas la de la florería. Susana la recogió absorta en ella. Durante algunos segundos la sostuvo en sus manos con la mirada perdida, me la devolvió  y me la entregó mirándome a los ojos con una sonrisa siniestra que me provocó un presagiante escalofrío que estrujó mi gran simpático. Va la suya.
Qué felices seríamos aún, de tan sólo haberme mentido aquel jueves.