sábado, 14 de agosto de 2010

Nunca jamás

Hoy, en los albores del siglo XXI, no recordaba haberse sentido nunca tan avergonzada, tan furiosa, ni tan triste como esta noche. Wendy, más que sentirse vieja, sintió pena de haber crecido, pues Peter Pan, después de muchos años de ausencia llegó al pié de su ventana; alegre como siempre, callado como nunca, mirándola extrañado sin poder o sin querer reconocerla. Se maldijo por aquella noche cuando en sus muslos escurrieron por primera vez hilos de sangre y se sintió feliz de ya no ser una niña, cuando deseó que a Peter se le olvidara la siguiente primavera y no fuese más a buscarla, al cabo, no era la primera vez que a Peter se le olvidaba pasar por ella al finalizar algún invierno, pero al saberse ya una señorita, quiso que nunca jamás regresara, quería olvidarse de peleas con piratas, dejar de contar cuentos de aventuras a sus latosos hermanos, y encontrar el amor en alguien que sí se dejara besar y que además se atreviera a besarla, pero con el regreso de Peter recordó lo maravilloso que era volar, volar de verdad, viajar a aquel país de Nunca Jamás del que nunca jamás debió haber salido, cuando un  pensamiento dichoso era suficiente para despegar los pies del suelo y una mínima porción de polvo de hada le ayudaba a hacer piruetas en el cielo. Aprendió años después de su primer sangrado, a hacer machincuepas desnuda con aquellos nuevos Peters, greñudos y liberales, tan llenos de ideas y esperanzas futuras, que con juguetes de adulto como el alcohol y la mariguana, se entregaban con gusto y sin tapujos a los placeres que el cuerpo en desarrollo les exigía, sentían que volaban, pero la verdad es que nunca lograron despegarse un ápice del colchón. Con pancartas rebeldes y flores en el pelo se enfrentaban a otros piratas uniformados de soldados, peleaban no por una misteriosa isla, sino por una sociedad más justa y libre. Aquellos nuevos contrincantes en lugar de espadas, largaban disparos que tronaban tan fuerte como los cañones de aquel viejo buque. El escenario ya no fue un archipiélago lejano, fue una explanada de piedra y concreto donde se confundían en sus construcciones arquitectónicas tres generaciones distantes entre sí; las precolombinas, las de la conquista y las de un mundo nuevo que no prometía nada bueno, tan lleno de corrupción, de desigualdad social y de género. Esta era su batalla, por esto sí valía la pena luchar, no la otra, que sólo le pertenecía a un escuincle caprichoso que se negaba a crecer, que peleaba inútilmente y por siempre jamás con un capitán manco y temeroso de un caimán. Más adelante cambió de ser Madrecita de los Niños Perdidos, por los propios de su carne, de su sangre y de su hueso, que tenían más necesidades reales que tan sólo escuchar historias de aventuras; necesidades de cobijo, de afecto, de alimento; que lloraban, que se enfermaban, que sufrían tropiezos y fracasos, a los que había que orientar, educar, domesticar, que fueran capaces de labrarse un futuro, y una vez logrado, la abandonaron por ley de vida, simplemente porque así es.
Al ver a Peter en su ventana con los brazos en jarra acompañado de aquella pequeña hada envidiosa, que sus celos desmedidos casi le costaron la vida y de quien no guardaba ningún rencor, se acordó de lo alegre de su infancia en la sonrisa de Peter, recordó que se necesitaba de muy poco para ser feliz, que los pensamientos dichosos hacen la felicidad, no la fortuna ni la comodidad, no sólo los logros y éxitos, que todo esto es efímero y finito, cuando una sola reflexión alegre hace feliz el momento, y que la vida se teje con derechos de instantes y reveces de santiamén.
En la soledad de su recámara únicamente se oía el tic tac del reloj del buró cual música de misterio, tan siniestro como el de la barriga del cocodrilo. Decidió hacer a un lado la vergüenza, mandar al otro país de Nunca Otra Vez; a la tristeza, al miedo y a la furia que se le amontonaron al ver de nuevo al juguetón de Peter Pan y sentirse vieja y enferma. Recreó en su mente la alegre y contagiosa risa de sus bebés los besos de su amado de su protección de brazos fuertes y pectoral acolchonado de las lluvias de otoño del viento en su pelo del postre le la abuela del olor de la mota de las canciones de los Doors el sabor de los chiles rellenos del pan recién horneado el abrazo tierno de mamá de las cenas navideñas las travesuras de sus pequeños el anaranjado del amanecer el agua matinal de la regadera las caricias de su adorada nieta de los libros de aventuras que gustaba leer y contar a los niños. Recapacitó que todo eso que percibió por los sentidos o por su imaginación, estaba aún fresco y muy vivo en su memoria, en su alma, en su ser, y empezó a despegar los pies del suelo sin apenas proponérselo, a flotar por la habitación sin poder cocer más su sombra a sus pies descalzos, hasta verse a sí misma recostada en la cama, con su sonrisa de medio lado y el rostro sereno.