sábado, 14 de agosto de 2010

Tónicos de merolico

Pásele, pásele, señor, señora, señorita, caballero cano, niño, anciano o abuelita. Aquí tiene su tiendita, donde surtimos remedios, alejamos malestares, le devolvemos amores, ahuyentamos malas vibras, le quitamos los dolores, restauramos sexual fibra, le garantizamos flores. ¿Qué le aqueja señorita? ¿ya no se siente bonita? ¿no le chiflan en la calle? ¿quiere agrandar sus bolitas? No se deje usté timar por productos de a mentiras, yo le voy a recetar pa que cause pura envidia, a su cuñada metiche, a su amiga o su vecina. Le crecerán las pechugas, y tendrá glúteos de roble, le quito lo que le estorbe, le borramos las verrugas.
Pásele, pásele, señor, el que peina canas, ¿ha perdido usté las ganas? ¿no se para el aguacero? Y cuando intenta no puede, o aquella no está contenta. No dude, no se arrepienta, tomando este verde tónico lo dejó como un chamaco. ¡Hago milagros de amores!, le levanto a su difunto. Pajarito, pajarito, dile al señor de ahí junto, con cara de despistado, que hará feliz a su vieja,  o a una chacha del mercado.
Pásele, pásele, usté que trae un resfriado o anda todo constipado con el moquito atorado, éste brebaje magnífico lo dejará anonadado, no como baño de asiento, ni que ande todo sudado, no es mágico, no le miento, pero da un buen resultado.
Pásele, pásele, ¡muchacho que flaco estás!, seguro tienes lombrices que viven en tu intestino, no soy mago ni adivino, lo digo por tus narices, tamaños agujerotes no dejan duda a la ciencia, se debe a los gusanotes que traes acarreando en vientre, por eso es que obras aguado, y el día menos pensado te zurrarás la conciencia, tómate esta botellita, cada hora con su copita, verás que ya no vomitas, ni te sientes desguanzado, tendrás rojos los cachetes, me refiero a los de arriba, te harás de músculos fuertes cuando huyan las amibas.
Pásele, pásele, usté que trae sobrepeso, con esa cara tan chula que es digna de darle un beso, remedio pal cuerpo obeso, es mi tónico brillante, no vale lo que un diamante, sólo unos cuantitos pesos. No se haga la remolona, que bien le gusta el piropo, no diga que está culona, son curvas más pronunciadas, que estarán proporcionadas. A mí que me parta un rayo, si con el tónico fallo, ya serán las más ansiadas, de todo su vecindario, se acercarán más canarios, y andará toda chiflada.

Gumersindo tenía carisma alegre y un dejo de misterio que lo convertían en un grande, uno de esos personajes callejeros de los que cada vez hay menos.
Obtuvo mención honorífica en química en la secundaria, además de obtener una fórmula ancestral familiar. Se sentía poseedor de los conocimientos esenciales para elaborar placebos que no ocasionaran daño al organismo que los consumiera. Había heredado la profesión junto con la fórmula de una gran cadena generacional que inició con su bisabuelo. Desde muy pequeño Gumersindo acompañó a su padre y a su abuelo en la venta de tónicos maravillosos. La esquina donde ponía el puesto, era la misma en la que inició su bisabuelo. Era respetado y reconocido en el barrio y allende las colonias de la alameda. Era un gusto verlo, sobre todo porque la profesión estaba casi extinta.
Lo conocí porque la alameda estaba de paso entre la secundaria y mi casa. Al salir de la escuela me gustaba quedarme un rato oyendo sus ocurrencias. Era bueno pal albur, y a mí me daba mucha risa que la gente ni se enterara que había sido víctima de un fino juego de palabras en doble sentido. Rondaría más o menos los cuarenta y yo contaba con quince años cuando entré a cursar el tercer año en ese colegio. Un día muy caluroso, yo creo que se animó a hablarme a fuerza de verme casi todos los días, me llamó y me pidió que le hiciera el favor de comprarle un refresco y que me comprara uno para mí en agradecimiento. Así pasaron los días hasta que sin darme cuenta, o tal vez sí pero no lo quiero recordar, me vi ayudándole a despachar, a cobrar o vigilar que nadie se fuera si antes no pagaba.
Lo que sí recuerdo con precisión, de esas cosas que se quedan grabadas sin saber bien por qué, fue la vez que se acercó un anciano de una barba muy blanca y larga que le llegaba al pecho:
Pásele, pásele -lo recibió Gumersindo con estos gritos- venerable barbiblanca, hijo de Matusalén, ¿le aquejan las coyunturas, le rechinan las bisagras? o ¿esas barbas asoleadas a veces se las ve negras? Acérquese a un servidor y de mi brebaje beba, se le quitará la güeva, volverá a tener vigor, sus piernas tendrán rigor, que hasta creerá que son nuevas, su espalda como del atlas que puede cargar al mundo, con un ánimo rotundo, recargará viejos bríos, no padecerá mas fríos, ni artritis, ciática o riumas, no piense; ´de cual te fumas’ y arrímese aquí un poquito, y tome de este frasquito. Ándele, no se me entuma.
El anciano se acercó y algo le dijo al oído. Gumersindo se interesó mucho y me encargó el changarro en lo que platicaba con el venerable octogenario alejándose unos pasos. Después de la privada reunión, Gumersindo continuó con la vendimia pero se le veía absorto en sus pensamientos. No tenía la palabra ni la rima a flor de labio, tanto así, que la clientela se aburrió y tuvo que recoger temprano.
Le pregunté qué era lo que le ocurría, y me contestó con una pregunta;
- ¿Qué tienes que hacer mañana?
Al otro día en cuanto llegué a la esquina de la alameda, recogió sus tiliches y abordamos un taxi que nos llevaría a casa del ruquito. Pregunté que a qué íbamos, pero él me dijo:
- Qué, no te puedes esperar a que hablemos con el viejo Melquíades.
Don Melquíades –le antepongo el don por respeto a su edad–, nos recibió en una modesta casa que más parecía tienda de antigüedades que un hogar, y después de ofrecernos una cervecita –a mí no me dio nada por ser menor de edad– empezó:
- ¿Qué dirían si alguien les ofreciera vida eterna? No hablo del cielo ni nada de eso, ¿si se les ofreciera que no van a envejecer, que van a vivir para siempre? No lo piensen mucho, necesito una respuesta ya.
Gumersindo y yo nos volteamos a ver, y casi al instante, cada quien con sus palabras, dijimos que sería sensacional.
- ¿Aceptarían o no? - apuró el anciano.
- Por supuesto que aceptaría- dijo Gumersindo.
- Y tú, muchacho, ¿Qué me dices?
- Pos yo la verdad no sé, me gustaría llegar a ser adulto pa que me dejen entrar a muchos lados. No sé que me dio por pensar que me quedaría así de escuincle.
- Eres perspicaz, muchacho ¿Cómo te llamas?
- Pedro. Pero todos me dicen perico.
- Tengo una pócima, prosiguió don Melquíades con aire misterioso, que puede hacer realidad este ansiado sueño del mundo entero. Durante mucho tiempo la humanidad ha buscado hacer realidad la fuente de la eterna juventud y descubrir la piedra filosofal. Yo cuento con la primera.
- Pos no parece, dije en voz alta y me arrepentí llevando una mano a mi boca.
- De veras que eres perspicaz, aunque insolente, muchacho. Sí la tengo, pero no he dicho que haya bebido de ella. Hace muchos años remojé la punta del dedo meñique en la pócima y me la llevé a los labios. De inmediato me arrepentí y me provoqué el vómito, pero creo que esa fue razón suficiente para hacerme tan longevo. Tengo 107 años y sé, porque mi cuerpo me está avisando, que está por llegarme la hora de dejar este mundo.
Nos quedamos callados. Hice cuentas rápidas y el señor me llevaba 92 años. ¡Pa su mecha! Gumersindo lo veía fijamente con los ojos medio entornados, ¿calculador? ¿escéptico? No supe interpretar su mirada.
- ¿Porqué me la ofreció a mi? -dijo Gumersindo-. Su familia puede hacerse millonaria con su bebida. ¿Qué quiere de mí?
- Una respuesta por pregunta; Se la ofrezco porque no tardo en morir, mi familia no puede volverse rica porque carezco de ella. Por último, lo que quiero de usted, es que lo piense.
- No tengo nada que pensar, un producto así es una maravilla. Si con sólo remojar su dedo usté vivió tantos años, ¿Imagínese lo que hará una gota? No se que cantidad tenga de esa pócima milagrosa, pero aunque no pueda reproducirla para venderla, si me hace vivir eternamente, me recanso de aceptarla.
- La pócima llenaría apenas un vaso tequilero. Es el producto y extracto de escasísimas plantas, algunas, imposibles de encontrar en este continente, otras, incluso, desaparecieron de la faz de la tierra. La cantidad es para una sola persona.
- ¿Cuánto quiere por ella? -preguntó Gumersindo-. No tengo mucho dinero pero puedo conseguirlo.
- Primero quiero que lo piense. Pedro intuyó una propiedad del brebaje. Quien la tome, se conservará en la edad actual para siempre.
- Pos que mejor. Yo me siento muy bien de salud, estoy en la edad de la madurez, voy a cumplir 38 años y me siento como de 25.
- Piénselo con detenimiento. Si hace rato les urgí a que me contestaran fue porque sabía que su respuesta iba a ser afirmativa. Pero piénselo con seriedad, a conciencia. Medítelo. Y si aún así su respuesta es afirmativa, no se la vendo. Se la regalo.
- Pos si llevo toda la vida pensándolo. Desde mi bisabuelo, ha sido una idea que nos ha obsesionado por generaciones. Mi bisabuelo, mi abuelo, mis tíos, mi padre y yo, hemos buscado la fórmula para hacer este tónico y usté me lo ofrece gratis. Pos no tengo porque pensarlo más.
- Si tiene, contestó Melquíades. Pero déjeme razonar un poquito por usted. ¿Ya pensó que enterrará a su esposa, hijos y nietos? ¿Qué tendrá que cambiar constantemente de residencia para no levantar sospechas y no se convierta en conejillo de laboratorio? ¿Qué agobios como estos le quitarán el sueño? Y existen muchas, muchísimas razones más, pero la más importante; ¿Qué la esencia de la vida consiste en morir? Si no tuviésemos la certeza de la muerte, ¿Qué motivaría a la vida? ¿Dónde quedarían sus inescrutables secretos? ¿Sabe? Cuando se han vivido tantos años como yo, ansiamos la muerte más de lo que este muchacho desea llegar a la edad adulta. Medítelo y tráigame su respuesta en una semana, no le daré nada si no se ha cumplido este plazo.
- Yo de plano, me rajo. –dije-, aunque sabía que ya no tenía vela en este entierro.
Pasada la semana de obligada espera, le pregunté a Gumersindo si le había dado la pócima don Melquíades, me respondió con otra respuesta: ¿Tú que crees? Y nunca pude sacarle una respuesta diferente. Digo nunca, porque al poco tiempo terminé la secundaria y cada vez iba menos por la alameda. Pasados dos o tres años, no volví a verlo por ahí. Era una verdadera lástima, porque fue al último merolico que conocí.
Ahora tengo sesenta, y me he acostumbrado a convivir con esta diabetes que me aqueja desde hace cinco. ¡Y cómo se me antojaría que existiera ese tónico milagroso de Gumersindo! que quitaba todos los males. Ahora, tengo que llevar una dieta estricta. En este mundo, todo lo sabroso; o hace daño, o engorda, o es pecado. Ya casi no me desvelo porque al otro día me siento fatal, mis alcoholitos los tuve que reducir por esta maldita enfermedad, el cigarro es el único vicio que aún conservo, pero me levanto con una tos de perro todas las mañanas. Las mujeres, aunque me siguen gustando, pos esas de plano ya no me pelan, pa colmo de males quedé viudo hace tres, y dormir apapachado y empiernado es más difícil que una aurora boreal en el ecuador. Pensé en las palabras de don Melquíades y llegué a la conclusión de que el viejito era un sabio. “más sabe el diablo por viejo….”.
Total, con mis pensamientos yo creo que invoqué Gumersindo. A los pocos días me lo encontré en una subasta. No lo reconocí de inmediato. Me le quedé viendo y pensé. A este señor lo conozco. ¿De dónde….de dónde? Y de repente, con un gesto suyo se me iluminó la memoria. Terminada la licitación lo seguí de cerca, y vi que entró en una cafetería. Me senté a unas cuantas mesas de la suya donde pudiera observarlo sin ser descubierto, hasta que me decidí a abordarlo. Me acerque a su mesa y pregunté;
- ¿Gumersindo López, el merolico? Él volteo a verme y respondió como de costumbre, con otra pregunta.
- ¿Lo conozco?
- Claro que me conoce. Soy Pedro, pero todos me dicen perico.
Reaccionó con espanto, como queriendo huir.
- Se acuerda de mí, ¿verdad?
- Por supuesto, dijo bajando la mirada a su café.
- ¿Me puedo sentar?
Él estiró la mano con un ademán de que me sentara.
- ¿La tomó verdad?
- ¿Tú que crees? - dijo con tristeza sin mirarme a los ojos.