sábado, 14 de agosto de 2010

Llanto seco

Era una pena que la tristeza no fuese un padecimiento mortal ya que le hubiera gustado estrenar esa vacante estadística. En unos cuantos meses agotó el inventario de lágrimas con que el ser supremo lo dotó para toda su existencia. No tenía más llanto que derramar ¡y la falta que le hacía! Sus ojos tan secos como su boca no daban crédito a la tragedia ocurrida. No había más fondo donde sumergirse. No tenía mas fuerza, ni ganas, para huir de la escena del crimen. La droga, la maldita droga que en un principio utilizaba para alcanzar con rapidez un gratificante estado de ánimo, pero quimérico, ahora sólo le servía para asomar la nariz de un pozo de desolación en el que había caído. Se conformaba con esos pocos minutos de aire, pero cuando sentía asfixiarse, la buscaba a costa de lo que fuera. Se sentía arrastrado en una espiral que lo hundía en un hoyo negro, y la misma droga que lo empujaba abajo, era a la vez la única ancla que veía y se aferraba a ella.
Ahora, con un tubo ensangrentado y una muchacha muerta en el suelo, que minutos antes le había llamado por su nombre y suplicado con los ojos aguados y una mirada llena de angustia que no la matara, sintió su corazón morir dentro del pecho y su vida perdió todo sentido. Cargaba a sus espaldas la culpa de que el corazón de su padre dejase de funcionar, que su madre y sus hermanos lo hayan echado a patadas a la calle, que Aurora lo abandonara exigiéndole no buscarla nunca más, el despido de su trabajo, el fracaso de la escuela, y la ley del hielo esculpida en la espalda de sus amigos. Se amotinaban en su alma, uno tras otro, remordimientos, amarguras y vergüenzas, como un rehilete soplado por la fuerza de un torbellino.
No quiso huir, “¿pa que?, ¿a dónde?, si no se puede escapar de si mismo”. Lamentó no tener una pistola para rellenar con plomo la maza del casco de ideas y dejar de una vez por todas la tristeza, era una lástima no poder morir instantáneamente de pena.
Llegó a la farmacia y lo atendió Gaby, su novia un lustro atrás, a quien al no querer venderle los antidepresivos ni entregarle el dinero de la caja registradora, golpeó con brutalidad hasta arrancarle la vida. No supo en que momento la furia lo cegó, ni cuando ni porqué sus amenazas verbales se convirtieron en hechos. Con los ojos inyectados de rabia la acorraló y el primer golpe fue de su rodilla al abdomen, pero como Gaby no dijo las palabras mágicas “toma lo que quieras y lárgate” sino por el contrario, comenzó a gritar pidiendo ayuda, le propinó un puñetazo en la boca para que se callara. Gaby al caer, tomó un frasco que estaba a su alcance y se lo atinó en la cabeza logrando embrutecer su coraje. Se abalanzó sobre ella tubo en mano y descargó su furia con demencia golpeando una y otra vez el fierro contra la cabeza de la chica. Después, cuando sus manos perdieron fuerza, la contemplo exhausto. Hasta entonces cayó en cuenta de su brutal crimen. Se arrodilló ante ella y quiso revivirla entre zarandeos y gritos de perdón, qué no se fuera, qué no muriera, qué no había sido esa su intención, qué no era él cuando la atacó, qué comprendiera su desesperación. Al ver que todo era inútil por devolverle la vida, se acostó a su lado en el charco sangriento y le tomó su mano para besarla en señal de arrepentimiento.
Minutos más tarde llegó la policía. No opuso resistencia, lo encontraron recostado junto a su víctima en un estado catatónico, con los ojos muy abiertos perdidos en la nada, besando una mano inerte.
No respondió una sola palabra durante el interrogatorio, no por una argucia de salvación, sino porque su mente había bloqueado a la razón. Estaba abstraído en un pensamiento recurrente, recreando, como había fantaseado muchas veces, en su romántico funeral. Imaginaba su cuerpo sin vida, depositado en una lancha en el mar, y al mas puro estilo vikingo una vez alejada la pequeña embarcación, sus amigos y familiares le tiraban flechas encendidas que surcaban el espacio como lenguas de fuego, hasta que su cuerpo mezclado con la madera de la barca se fundieran en cenizas sumergiéndose en el mar. El remordimiento y la imagen de Gaby tirada en un lodazal de sangre, aún lo acompañan en su habitación del hospital siquiátrico, con un pensamiento demandante y reiterativo; que es una verdadera pena la imposibilidad de morir de tristeza.