sábado, 14 de agosto de 2010

Eligiendo paraísos

Eloísa ingresó al convento sin haber cumplido los trece años de edad. Su abuela y su madre, con la autoridad jerárquica de la consanguinidad, decidieron que en cuanto tuviera su primera menstruación y antes que el demonio de la carne se le subiera a la cadera, consagrarían su cuerpo y alma virginales al Señor. De pequeña, padeció una enfermedad que la llevó a orillas de la muerte, fue entonces que su madre y abuela prometieron a la Santísima Virgen, que si se restablecía la ofrecerían a Dios.
Eloísa, sin vocación, pero sabedora de su destino, aceptó la voluntad del Señor, como se acepta lo que hay de desayuno un día cualquiera.
Cuando don Epifanio Jiménez, principal benefactor del convento Benedictino enfermó de gravedad, la madre superiora del convento envió a Eloísa y a dos novicias más para ayudarlo a bien morir. Ellas, además de atenderlo con devoción, ayudaban en los quehaceres cotidianos de la hacienda.
Una mañana que Eloísa acarreaba pastura al establo, vio sorprendida cuando un caballo con un enorme falo montó a una yegua. La imagen se adentró en su cabeza, y aunque quiso desviar la mirada no pudo. Se ocultó tras un pilar de madera para observar la escena sin ser descubierta. Un bochorno sofocó su cuerpo y entendió de golpe y por intuición, sin nunca habérselo planteado, los abismos de la sexualidad. Aquella imagen la acompañó por el resto del día, y ya en la noche, en la intimidad de su cuarto, la escena regresaba una y otra vez, aún y cuando ella intentaba pensar en otra cosa. Se hincó a rezar su rosario procurando recrear en su imaginación los pasajes evangélicos, pero el imponente potro resurgía apenas con cerrar los ojos. Sabía que eran tentaciones que enviaba el diablo para atormentar su alma. No quiso hablar al respecto con sus compañeras novicias, ya que seguramente se lo contarían a la madre superiora en cuanto regresaran y podía esperar además de un severo castigo, una interminable penitencia acompañada de un riguroso ayuno.
Por fin el sueño la venció, y al despertar a la mañana siguiente, sintió húmedas sus prendas íntimas. Recordaba imágenes intermitentes, ráfagas instantáneas de un placentero sueño; montada sobre un bello y brioso corcel blanco, con su ropaje de antaño, cabalgando presurosos en una verde campiña una hermosa mañana de primavera. No recordaba más. Se vistió presurosa para asistir con sus hermanas a la pequeña capilla de la hacienda a las oraciones matinales. Al llegar las novicias, la encontraron rezando con fervor y con lágrimas columpiantes en sus mejillas, y postrada a los pies de cerámica de la Virgen de Fátima. Terminando el oratorio sus hermanas se interesaron en su congoja, y ella mintió por primera vez, que ese día se conmemoraba el fallecimiento de su señor padre. Ocultó que jamás lo conoció. Si no sabía la fecha de su natalicio, mucho menos la fecha luctuosa. Su madre le contestaba cuando ella preguntaba por su padre, que había muerto. Sin ningún comentario adicional. Eloísa quería saber si había sido un padre y un marido cariñoso, que de qué había muerto, pero su madre la reprendía diciendo que la curiosidad era pecado, que no hiciera más preguntas o la mandaba a confesar aún cuando faltara mucho para que hacer su primera comunión.
En la cocina las criadas la pusieron a pelar pepinos y a su mente regresaron las imágenes de la tarde anterior. Al sentirse turbada, pidió a las cocineras ayudarles con la sopa u horneando pan, pero ellas comentaron que como don Epifanio ya estaba acostumbrado a su sazón, que mejor continuara con lo que estaba haciendo. Le temblaban las manos, con dificultad pelaba los pepinos, papas y zanahorias, y terminó cortándose al escuchar un relincho proveniente del establo.
A la muerte de don Epifanio, regresaron al convento. Ella, ya estaba serena.

Por esos días, el convento albergó a diez seminaristas y a dos sacerdotes instructores que pasarían un par de semanas en retiro espiritual. Estaba prohibido que coincidieran novicias y seminaristas en los patios durante los escasos ratos de descanso de ambas congregaciones, sin embargo, las novicias eran las encargadas de servir los alimentos a los invitados. Los integrantes del retiro y como un ejercicio de éste, tenían prohibido hablar incluso entre ellos, el ejercicio espiritual estaba diseñado para pasar dos semanas en completo silencio, la voz únicamente era permisible al orar durante las ceremonias religiosas. Una mañana, cuando Eloísa estaba sirviendo el desayuno, un joven seminarista, con una discreta sonrisa, mirándola a los ojos e inclinando levemente la cabeza en señal de agradecimiento, la turbó. Ella quedó impactada por sus ojos de largas y pobladas pestañas, así como por su blanca y afectuosa sonrisa. Al igual que le sucediera con el caballo, no pudo apartar de su mente el rostro de aquél ángel de carne y hueso. Por la tarde desde su pequeña celda, en una ventana que daba al patio principal, contemplaba al risueño muchacho que caminaba pensativo, y terminara recostándose a la sombra de un árbol a descansar. Eloísa se dedicó a observar desde la seguridad de su celda el rostro del seminarista, de finas pero varoniles facciones.
El día siguiente fue domingo, y acudieron a la misa, monjas, novicias y seminaristas, y su bello querubín sin nombre ayudó en la celebración con labores de monaguillo. A la hora de la comunión, el seminarista ponía una charola bajo la barbilla de los comensales, y Eloísa al momento de levantar el rostro y abrir la boca para recibir el cuero de Cristo, se topó con la mirada de su ángel. No pudo evitar ruborizarse.  

Por ser domingo, los muchachos tuvieron la tarde libre, incluso se les permitió ir a nadar al río con la condición previamente estipulada de no hablarse. Eloísa y dos compañeras salieron a hacer una diligencia, y al pasar cerca del río, ignorando que ahí estarían los estudiantes, al escuchar chapoteos y risas apagadas se acercaron al lugar. Observaron los pechos desnudos y juveniles de algunos seminaristas que jugaban echándose agua o compitiendo nadando hasta la otra orilla. Entre ellos estaba Miguel. Eloísa decidió que ese, su querubín, debería llamarse así, como el mismísimo y divino arcángel. Sus hermanas se alejaron presurosas, tímidas y ruborizadas, sin darse cuenta que Eloísa se había quedado petrificada contemplando la escena. Le llamaron con pequeñas voces susurradas que Eloísa no escuchó por estar embelesada con arcángel. Una de ellas regresó y la jaló del hábito llamándole la atención entre murmullos; que aquello no estaba bien, que espiar a los muchachos era un pecado muy grande porque podía despertar al demonio de la lujuria. Se alejaron sin que nadie se hubiese percatado de su presencia.
Por la noche, el pecho de Miguel llenó sus sueños pero convertido en un centauro, la imagen del potro regresó y se fundió con la de él. Eloísa se despertó sofocada y con los pechos dolientes, parecían dos volcanes a punto de erupcionar y disparar sus pezones al firmamento. Se sintió húmeda. Bajó su mano para sentir que tan mojada se encontraba, y uno de sus dedos rozó sus partes íntimas. El placer fue inmediato. Probó nuevamente ahora más consciente del contacto, y su dedo, convertido en la serpiente que sedujo a Eva en el paraíso, la invitó a volver a éste. El placer era inconcebible, quería y no quería detenerse, a su cabeza llegaba la imagen del centauro Miguel. Ya no podía echar marcha atrás, percibió con su contacto una diminuta y desconocida manija que abría las puertas del cielo y el infierno a la vez, y que le hizo explotar en una fuente de cristalinas burbujas multicolores. Pero al mojar la cama, fue expulsada del Edén donde se encontraba, el centauro se esfumó de pronto y fue sustituido por la angustia y la vergüenza. ¿Cómo ocultar la mácula en la sábana? Se levantó de inmediato para cerciorarse si el colchón se había manchado, por fortuna no fue así. Pero ¿cómo borrar la sucia marca del cuerpo y el alma? Se sintió vil, indecente, culpable de su pecado. Quiso rezar un rosario para expiar su culpa, pero un relajante sopor la hundió en un profundo y reconfortante sueño.
Pese a que su conciencia le recriminaba su falta, su alma, por el contrario, parecía agradecida y alegre. ¿Por qué una sensación tan placentera era pecado? ¿Por qué inyectó Dios gozo al sexo? ¿Por qué los placeres corporales son indignos si Dios creó al hombre con carne y espíritu? Pensaba que estas cavilaciones eran más pecado que el anterior, porque desafiaba al Señor y cuestionaba sus designios. Sabía que tenía que confesarse, pero se avergonzaba tan sólo de pensar en contar a alguien lo que hizo durante la noche. No podía confesarse, pero tampoco podría recibir la sagrada comunión en pecado mortal y sintiéndose indigna, además, el no comulgar la pondría en evidencia frente a sus compañeras. ¿Qué hacer, qué hacer? Su atribulación crecía al ritmo que imponía la conciencia.
Todas sus turbaciones desaparecieron apenas miró a Miguel en el comedor. Sus pezones se irguieron amenazantes y dolorosos, lo bueno es que el burdo hábito los disimulaba. Se acercó a servirle el desayuno buscando febrilmente encontrarse con su mirada. Miguel debió percibirlo, pues le brindó la mejor de sus sonrisas y agradeció con un guiño de ojos y bajó la mirada abochornado. A Eloísa le temblaba el cuerpo, era evidente su nerviosismo pues los platos vibraban sonoramente. Al alejarse, no entendía cómo la temblorina de sus flaqueantes piernas parecían deslizarse sobre nubes. Quería cantar, bailar, pero la estricta disciplina de la congregación religiosa no admitía actos tan soeces.
Buscó cuantas veces pudo toparse con su ángel carnal, inventaba pretextos para hacerse la aparecida o cuando menos pasar cerca de los seminaristas. Se conformaba con mirarlo desde lejos, aunque fuera de espaldas, con eso le bastaba para sentirse inmensamente dichosa.
Cuando las campanas llamaron a misa el encanto dio paso a la angustia. Minutos antes de iniciar el rito de la comunión se metió al confesionario. Expuso cuanto se le ocurrió excepto su desliz nocturno, bombardeó al padre con preguntas teológicas y filosóficas para consumir el tiempo de recibir tan sagrado sacramento. Salió del confesionario segundos antes de la bendición final con una expresión traviesa y triunfante.
Por la noche, en la soledad de su cuarto, se ató las manos con rosarios. La tentación de repetir los tocamientos de anoche era muy grande, pero no tanto como faltarle al respeto a la santa cadena de cuentas. Sudaba, no podía conciliar el sueño, daba vueltas inquieta en la cama, la noche parecía no acabar nunca. Por fin el cansancio la venció sin darse cuenta y no apareció el centauro, pero si la sonrisa y los ojos de Miguel que la envolvieron en un reconstituyente descanso. 
Al paso de los días, el pensamiento de su ángel Miguel se hizo obsesivo, andaba distraída y flotando el caminar, pero la noticia que los jóvenes aprendices de sacerdotes se regresaban al día siguiente al seminario, la azotó en tierra. No era justo, las alegrías de la vida no pueden ser tan cortas. ¿Qué haría ahora sin su centaurangel? Tenía que expresarle su sentimiento, tenía que conocer su voz, tocarle cuando menos un dedo, plasmar en su corazón sus ojos y sonrisa, no sólo en su ilusión.
Lloró. Lloró calladamente su dolor, su infortunio, su soledad. Pensó en escribirle una nota pero no se atrevió, ¿Qué le diría? ¿Qué lo amaba? ¿Qué lo deseaba? ¿Qué renunciara a la promesa de una felicidad divina y eterna a cambio de una corta vida terrenal? Y si él no sentía lo mismo moriría de pena y de vergüenza.
Por la noche decidió absolverse a sí misma, dejó que el pensamiento convocara al onírico centauro y le soltó la rienda a sus manos. Regresó la seductora serpiente del Edén, dejó correr la lava de sus volcanes, se fusionó en potranca y olvidó por una noche los tormentos del pecado y sus amenazas de avernos. Se abandonó al gozo, se resolvió ser feliz. Mañana sería otro día y pasado también. Decidió que un día sin fecharlo aún, se atrevería a escapar en busca de su libertad volando por la ventana cabalgando en un pegaso hacia un paraíso más terrenal.