sábado, 14 de agosto de 2010

Las putas no besan

Al colgar la llamada de un tal Lic. Julio Roquefort, le causó gracia pensar que acababa de hablar con un queso con licenciatura. Estaba contento, el contrato oral fue todo a su favor, logró elevar el precio en un 50% sólo porque el curso de piano lo impartiría a domicilio y no en su casa, además, negoció una garantía en la duración del curso acordando un mínimo tres meses, o de lo contrario, el licenciado con apellido de queso fino pagaría el trimestre completo. Las clases las tomaría su mujer, quien, como comentó el Lic. Roquefort, no sabía nada de música pero estaba encaprichada por su piano recién adquirido, para que el lujoso mueble no estuviera de oquis.
El siguiente sábado Cesar se presentó en el domicilio indicado. Era un pent-house ubicado en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Lo recibió el Lic. Queso, a quien imaginó poco más joven por su voz en el teléfono, y quien además debería apellidarse Oaxaca, porque su incipiente cabellera la peinaban unos largos cabellos de izquierda a derecha para cubrir la reluciente mollera. Muy amablemente lo hizo pasar a la estancia. El piano, recién desempacado, era un Kawai negro. Pensó que era mucho lujo para una novel estudiante a quien imaginó también entrada en años dada la apariencia del licenciado. Éste, solicitó se sentara al piano en lo que salía su mujer de arreglarse y mientras él iba por su chequera. Comenzó tocando algo de Bach, uno de sus compositores favoritos, luciéndose con una fuga para demostrarles su calidad interpretativa. Cuando apareció el Lic. Roquefort, llegó acompañado de una preciosa joven que no debería tener arriba de los 25 años. El licenciado los presentó como el maestro Romero y a su mujer como Paloma. ¿Su mujer? ¡No es posible! pensó, pero disimulando la impresión dijo estirando su mano para saludarla: Encantado, señora Roquefort. Cesar Romero, su instructor y humilde servidor.
Después de acordar que el curso se impartiría los lunes, miércoles y viernes de 5 a 7 de la tarde, abandonó el pent-house feliz con la paga adelantada de un mes y todavía embelesado por la inaudita belleza de la señora Paloma, a quien desde ese momento bautizó como Oda por su sobrenatural belleza. Era la mujer más bella que conocía en persona. Todo en ella era una perfecta rima y armonía; sus ojos y largas pestañas que cuando miraban parecían estar a media asta. Su diminuta boca contrastaba con unos labios carnosos que enmarcaban unos perfectos y alineados dientes muy blancos. Esa boca, pachoncita como mano de bebé, que resultaba irresistible no morder jugueteando. Su cara y su cuerpo la envidiarían muchas artistas de cine. Aquella mujer podría modelar lo que le viniera en gana, desde anunciar lápices labiales, rímeles, pantimedias, ropa interior, pasta de dientes, panorámicos de mens club y un sinfín de etcéteras a lo que nos tiene acostumbrados la mercadotecnia actual. Era un poema de mujer, perfecta, exquisita y simétrica.
Durante la primera sesión, no tuvo oportunidad de enseñarle ni el do, re, mi, pues ella se dedicó a indagarlo; qué cuánto tiempo tenía dando clases, que qué instrumentos tocaba aparte del piano, que cuántas cursos impartía a la semana, que cuáles eran sus aficiones, que si le iba a enseñar música clásica o popular, que dónde vivía, que si era casado. En fin, terminó por responder a cada una de sus preguntas como si se tratara de un interrogatorio con la KGB. Descubrió que no podía negar nada a esos ojos color canela que cuando lo miraban, que recorrían escudriñantes y pausadamente todo su rostro. No pudo evitar tampoco sonrojarse al saberse descubierto, pero menos podía apartar su vista de la jugosa boca que le hipnotizaba, le seducía, le atraía a tal punto que intentaba desviar inútilmente la mirada para volver a posar irremediablemente sus ojos en esos labios que invitaban a un beso.
Salió tan perturbado de esa sesión, que se vio tentado a devolverle intacto el cheque al Lic. Queso, sabía que esa mujer iba a terminar por volverlo loco de deseo. Su esposa algo intuyó, con ese sexto sentido con que el Creador las dotó. Lo percibió abstraído, y tuvo que bajarlo de la luna donde hacía autopsias a los cangrejos, nomás para responderle que no le pasaba nada, y treparse de nuevo.
En el interrogatorio inicial, le confesó a Oda que además de la música le gustaba la poesía, y ella le ordenó -no como un mandato, simplemente que cualquier deseo que ella tuviera para él era una orden- que cada día, antes de iniciar la clase, le leyera algunos versos, que ella era adicta a las palabras bonitas. ¿Y como no?, pensó, no creyó que nunca nadie le escatimara un piropo.
El miércoles siguiente se presentó a su casa con una flor en la mano. ¡Habrase visto!, se vio tan cursi cargando flores y un libro de versos, que ni él se lo creía, pero de alguna forma tenía que seducir a aquel portento de mujer. Si su esposa lo hubiera visto, seguro que lo castraba.
Oda le recibió la flor con un cálido y apretadísimo abrazo, después le dio un beso en la mejilla y lo condujo a la sala tomando su mano. Ya no se sintió tan cursi, más bien imaginó que El Tenorio era un ingenuo aprendiz a su lado. Se sorprendió al llegar a la estancia y descubrir que no estaban solos, un muchacho en silla de ruedas, un poco mayor que ella,  tomaba el sol frente a la ventana. Saludó con un buenas tardes carraspeado y no recibió respuesta, repitió el saludo un poco más fuerte pero Oda le comentó que su cuñado era sordo además de parapléjico de cuerpo entero. Se sentaron al piano e insistió en que le leyera unos versos. No podía hacerlo, la presencia del joven sordo lo cohibía. Así se lo hizo saber, pero le insistió chiqueándose y acariciándole el muslo diciendo que no fuera malito, que le recitara los versos o se enojaría con él, entornando las cejas simulando un gesto de enfado que a le pareció de lo más tierno y sensual.
A aquella jovencita le cosquilleaba el alma, era inquieta y divertida, las clases de piano le valían madre al igual que a él, se pasaron la tarde platicando y bromeando, leyendo poemas con la cabeza de Oda sobre su hombro. Al cumplirse el tiempo, que por cierto le pareció que aquella tarde lo había controlado Flash, quedó en regresar al día siguiente con el pretexto de que no habían avanzado nada. Ella aceptó gustosa, sonriéndole con los ojos como dos lunas horizontales en cuarto menguante.
Iba a verla en un alegreto forte todos los días a excepción del fin de semana, su amistad crecía al ritmo de su imbecilidad de enamorado. Cada día Oda era más coqueta y atrevida, pero en esa misma proporción inexplicablemente acercaba más al muchacho a ellos. El cuñado le pelaba tamaños ojotes. Cesar interpretaba su mirada como diciéndole; eres un hijoeputa que sólo viene a seducir a la vieja de mi hermano. Así lo pensó en un principio, pero fijándose bien, percibió que la mirada reflejaba terror más que otra cosa. Una muda advertencia. Continuaba cohibiéndole esa contemplación de mamá de “La Chorriada", y no entendía porqué Oda casi lo sentaba en el piano junto a ellos. Cuando Oda se levantaba para ir a otra habitación, disfrutaba la visión de su andante con brío, de su caminar felino y cadencioso, en un compás de dos por cuatro que lo derretía con sólo verla caminar, tanto de frente como de espaldas. Mientras que el joven, aprovechando las escasas ausencias de ella, abría más los ojos angustiado queriendo decirle algo. Cesar lo ignoraba y aprovechaba a tocar el piano, tanto para distraerse de esa mirada inquisitoria como para expiar su conciencia, porque le dedicaban más tiempo a la literatura y al ocio que a la música. Descubrió que el cuñado era mudo y no sordo, porque cuando interpretaba alguna melodía romántica, cerraba los ojotes intentando relajarse, aunque no se lo comentó a Paloma, porque en cuanto la veía, todos sus pensamientos se hacían uno. Ella.
Oda cada vez lo inquietaba más, algunas veces le repegaba sus puntiagudos pechos en su espada, mientras le proporcionaba un masaje dizque relajante cuando interpretaba a Chopin, aunque lo único que conseguía era turbarlo más, que casi era lo mismo que más turbarlo, cuestión de semántica y ordenamiento de factores. Otras veces, usaba indiscretos escotes o diminutas faldas que servían de resbaladilla a la imaginación, o restregaba su cuerpo al suyo como lomo de gato en la pata de una mesa. Hasta que en cierta ocasión en que Paloma tenía su rostro muy cercano al suyo, no pudo contenerse más y en un arrebato pasional intentó besarla. Ella lo esquivó y le dijo una frase que lo dejó perplejo; “Las putas no besamos. Podemos chupárselos, pero jamás dar un beso de amor”. Dicho esto, mientras que él intentaba conmocionado descifrar sus palabras, Oda acomodó al jovenzuelo en butaca de primera fila, se acercó sensual a Cesar, le bajó la cremallera y lo llevó a descubrir lo acolchonadas que son las nubes. De inicio, la mirada del cuñado y sus asustados ojotes impidieron el buen funcionamiento de su virilidad, pero la sedosidad de los labios de Oda lo invitaron a tocar el Traümerei de Schumann mientras ella practicaba un felatio pianísimo. Cerrando los ojos dejó que lo paseara por el séptimo cielo.
La vigilancia de lo ojos pelones del cuñado, en un saltapatrás lo remontaban a sus temores infantiles, cuando la mirada de un cuadro del Sagrado Corazón colgado de la pared de su casa, no lo perdía de vista por más que se desplazara a lo largo y ancho de la habitación, su implacable atisbo se juntaba con el suyo, supo que si no podía ocultarse del vistazo de una foto del Señor, mucho menos podría esconder sus diabluras de la mirada divina desde el cielo donde tendría un panorama más amplio. Así se sentía Cesar ante los ojos del búho paralítico. Aunque sabía que era un testigo mudo que no podía ir con el chisme, era un juez implacable de su osadía.
Poco a poco se fue acostumbrando a su presencia, comprendió que era un estimulante a la libido de Oda, hasta tal grado, que se convirtió también en su afrodisíaco, inclusive en cierta ocasión de intimidad con su esposa, se vio tentado de llamar a su suegro para que presenciara el espectáculo de conyugal unión, ya que no conseguía, su hasta entonces, orgullosa y nunca fallida erección.
Debería existir una academia donde se impartieran cursos a aspirantes a adúlteros, pensaba, porque jugar al infiel debe ser cosa de profesionales, ya que las sospechas de su esposa eran cada vez más acertadas, o Cesar menos discreto. Tuvo a bien jamás dar el domicilio donde impartía su clase, mucho menos pronunciar el nombre de Paloma.
Oda, profesional del Kama Sutra y agilidad de saltimbanqui, dependiendo de la posición elegida, colocaba al muchacho en un lugar de privilegio para que, según decía, disfrutara de la función amatoria y se conformara viendo como voyerista de azotea, ya que la vida le había negado ese placer. Sólo faltaba que lo dotara con su bolsa de palomitas de maíz.
Un viernes, le pidió que no se bañaran durante todo el fin de semana, quería que el próximo lunes la habitación se impregnara de olor a sexo. A Cesar le pareció una reverenda porquería, pero no había nada que pudiera negarle a esos diminutos labios y menos cuando ponía su cara de niña traviesa o de puchero. El lunes lo convidó a que la poseyera en canina posición frente al piano, con el cuñado a sus espaldas, mientras tocaban a cuatro manos un disonante y erótico concierto que a él le pereció mejor que la sinfonía fantástica de Berlioz. En tanto él le susurraba al oído algunos versos de Neruda, ella aporreaba las teclas de piano y berreaba operísticamente. En esa sesión quedó exhausto, con la habitación olorosa a genitales, a velas aromáticas de vainilla y a humores compartidos y mezclados. Habían bebido más de la cuenta antes de iniciar su concierto orgiástico-melódico y Cesar se quedó profundamente dormido.
Cuando despertó le dolía todo el cuerpo, quiso incorporarse pero no pudo. No Reconoció donde estaba.
Se sentía muy débil y se quedó dormido nuevamente. Cuando volvió en sí, sintió que había dormido mucho tiempo pero no podía asegurarlo. Recordó estar en el mismo sitio de su despertar anterior pero seguía sin reconocer la habitación. No podía moverse. Observó una botella de suero y una larga tripa que se conectaba a su brazo. Debía estar enfermo, pero no se le ocurría cómo había caído en ese estado, una laguna mental le impedía recordar. Su última memoria era en el sillón de la sala de Paloma con ella recostada en su pecho. Quiso hablar, gritar, pero un sonido gutural salió de su boca. Notó la ausencia de su lengua. Poco tiempo después se encontraba exhausto por el esfuerzo de moverse y hablar, se abrió la puerta, y Oda acompañada del Lic. Queso entraron a la recámara. Entre ambos lo acomodaron en un sillón reclinable junto al televisor, lo encendieron, y aparecieron las imágenes de él y Paloma de su último desenfreno sexual. Después, le pusieron una grabación donde le extirpaban algunos órganos a un paciente. Se reconoció a sí mismo. Se alteró, quiso correr, huir, gritar pidiendo auxilio, pero su cuerpo inerte no respondía. Le inyectaron un calmante y volvió a dormir.
Cuando despertó se encontraba en una silla de ruedas conectado a su recipiente con suero. Paloma entró por él a la recámara, acercó sus labios a su oído y en un susurro de su voz sensual le dijo: “Espero te sientas mejor. Hoy debutas” y entre el marido y ella lo llevaron a la sala, regresando de inmediato el Lic. Roquefort a su aposento. Paloma lo acomodó frente a la ventana y minutos después entró un joven apuesto y robusto que se presentó como el maestro de piano de Paloma, pero ella respondió: “es mi cuñado, no te puede responder porque es mudo, además sufre de una paraplejia completa. Que no te perturbe. ¿A ver, qué me vas a enseñar hoy? ¿no leerás también poesía, verdad?” tomándolo de la mano para sentarlo al piano y guiñándole un ojo a Ramiro, discretamente.