sábado, 14 de agosto de 2010

Rapsodia bohemia

Siempre me dijo que me hacía falta noche, que me faltaba calle.
Era un deleite platicar con ella, escucharla en esas deliciosas noches bohemias que empezaban y terminaban con la luna. Los placeres se reunían e inundaban el ambiente; vino, tabaco, música, poesía, libros, charla, alegría y una que otra nostalgia. ¿Hay algo más en la vida? Sí, definitivamente sí lo hay,  pero con eso nos bastaba. Rica conversación, charlas con risas, silencios placenteros y respetuosos para escuchar atentos alguna canción, un poema,  e incluso alguna sinfonía completa. Alguien recitaba un verso, otro leía un cuento, un párrafo, un ensayo, otro actuaba un chiste. Pero cuando ella recordaba una anécdota, una idea, o cuando hablaba de cine, teatro o de cualquier banalidad, el tiempo parecía detenerse y capturaba completamente la atención de la concurrencia. Tenía una melodiosa voz de locutora de radio, con una gracia que provenía de su sencillez, y una elocuencia erudita y poética. El momento de su interlocución se hacía mágico. Te falta calle muchacho, te falta noche, me decía algunas veces, cuando se me ocurría abrir mi bocota dieciochoañera tratando de participar con un cometario fatuo.
Yo la conocí por su sobrina. Una preciosa muchachita que fue a pasar vacaciones con ella. Después que regresáramos del cine a su casa, nos convidó a quedarnos a convivir un rato con un grupo de personas de lo más heterogéneo que uno se pueda imaginar; desde edades, ideologías, profesiones y posición social, cuya única identificación común era el placer mismo que brindaba la reunión, sin ser consientes que esa misma diversidad y esa extraña mezcla de personalidades daban a la tertulia su encanto particular. No importaba si la bebida era fina, si el cigarro era tabaco o marihuana, y la música era tan variada, que durante la noche se podían escuchar desde rancheras hasta clásicas.
Después que su sobrina regresara a su ciudad, yo seguí frecuentando aquellas reuniones. Creí estar enamorado de su sobrina hasta que descubrí lo extraordinaria que era esa mujer. Te falta noche muchacho, te falta calle, me sentenció, cuando le dije que me estaba enamorando de ella aunque nos separaran como dos o tres generaciones. Aprende a vivir, -comenzó a filosofarme- no toda la sabiduría se aprende en la escuela, y la verdadera felicidad no sólo la da el dinero, ni el poder, y el placer no se obtiene exclusivamente del sexo, continuó diciéndome; la vida hay que aprender a vivirla pero sobretodo a usarla y no sólo a sobrevivirla. Hay que gozar de las cosas sencillas, aprende a disfrutar a la gente, siempre estarás rodeado de ella y tienen mucho que enseñarte, de manera consciente o inconsciente, lo único que no tiene límites en este mundo, es el inagotable espíritu humano, aprende a observarlo y a respetarlo, en la diversidad está el gusto, cualquier persona que conozcas tiene la necesidad de comunicar algo, y se satisface en una simple oreja amiga. Aprende a escuchar y de escuchar. Algún día muchacho, algún día, repitió. Tienes mucho camino por andar, y me depositó un beso frío en los labios y un pitillo de mota.
Acudí con regularidad durante algún tiempo a esos convivios, hasta que en cierta ocasión casi se quedó en el viaje por un pasón que se dio. Tuvimos que cargarla, subirla a un carro y llevarla al hospital. Yo me hice pasar por su sobrino, dije a quienes me interrogaron, que fui a su casa a pedirle prestado el coche, y que la encontré inconsciente. Estuvo en coma un par de días y abandonó el nosocomio después de una semana. A partir de aquella vez, fue cambiando gradualmente. Noté cómo empezaba a comportarse de manera extraña, dejó de ser ella misma y comenzó a transformarse.  No se si le sobró noche o calle, o el exceso de canavis y alcohol, o si fue sencillamente el síndrome de Don Quijote por su ímpetu de aprender y saberlo todo, o si fue todo junto, pero aunado a sus noches de insomnio por la ansiedad de consumir drogas o alcohol, le llegó una extravagante idea que la fue de a poco trastornando. Empezó por temer y odiar a los perros, hasta que terminó por creerse su paranoica hipótesis de que eran seres de otro mundo y que estaban en la tierra para aprender nuestras costumbres y descubrir nuestros puntos débiles, que su fidelidad e incondicional compañía, era sólo un camuflaje para que nos confiáramos y pudieran estar lo más cerca posible de nosotros para estudiarnos con mayor profundidad. Que en sus aullidos nocturnos, emitían en decibeles imperceptibles para el hombre, la información recabada, y así lograban, replicándola unos a otros, transmitirla a sus bases intergalácticas utilizando nuestra propia tecnología satelital. Yo de principio le creí por la admiración que le profesaba, hasta me dio por patear a cuanto perro se cruzara en mi camino, a cazarlos y meterles migajón por las orejas. Decía también que los gatos, que sí eran entes terrestres, de alguna forma lo intuían, y que por eso eran sus enemigos naturales, porque neutralizaban el campo telepaticósmico, así lo bautizó. Fue entonces que empezó a rodearse de gatos. Llegué a contarle 53 una de las últimas veces que fui a su casa.  Dejó de salir a la calle, la que tanto me decía que me faltaba, comenzó a descuidar su apariencia y se volvió sucia. Su casa empezó a apestar hasta que se convirtió en una verdadera pocilga. Ahuyentó a los amigos al volverse huraña, quizá esto lo aprendió de los gatos porque quería parecerse a ellos dizque para salvar al mundo. Ya casi no hablaba, lo que antes era su pasión. Se desparramaba en un sillón con un libro en la mano, con la televisión prendida y decenas de mininos a su derredor. Prácticamente no comía, y adoptó un gusto por la leche casi obsesivo, que se servía en vasos jaiboleros con 3 hielitos, los que tomaba exactamente al punto de la hora y de ocho a diez raciones por día.
La última vez que la vi, y tratando de animarla para que cambiara aquella triste actitud, bromeando le dije; te falta calle y noche, pero me gruño encrespando el lomo dándome un arañazo en lugar de una bofetada dibujándome un pentagrama en el rostro, me corrió gritando y arrojándome la arena pestilente de sus gatos.
Supe que la internaron en la casa de la risa pero que se negaba a recibir visitas, y que al poco tiempo se dejó morir por la depresión al no permitirle tener a sus pequeños felinos.
La recuerdo ahora con cierta melancolía, a ella y a sus noches bohemias, pero le agradezco sus sabios consejos, porque me volví un profundo enamorado de la calle y de la noche. A fin de cuentas, los vampiros no tenemos otra forma de vida.