sábado, 14 de agosto de 2010

La ventana

Mis amigos se mofaban, me decían que como podía enamorarme de una ruca de más de treinta, y es que, cuando se tiene quince años, quien sobrepase esa edad es casi un anciano. No es que me hubiera enamorado de ella, o tal vez sí, o quizá sólo me enamoré de la belleza de los momentos que quería inmortalizar.
La vi por accidente, desde mi ventana se observaba perfectamente la cocina del 26. Ella, sentada a la mesa, pensativa, con la mirada extraviada en sus recuerdos o en alguna reflexión. Con su pelo largo y lacio, con su perfil perfecto que se me antojaba griego, con sus pestañas abundantes que podía percibir desde la lejanía de mi ventana. No estaba concentrada, más bien ausente. La luz hialina del atardecer entraba ligera y silente, y el ocre del vespertinísmo mezclado con el amarillo de sus cortinas de cazuelas y cebollas difuminaba el contorno de su rostro. Sobre el mantel descansaba perezosa una tasa de café humeante, las figuras que se desprendían del humo de un cigarrillo ocioso en un cenicero, se confundían en caprichosas y danzarinas formas con los vapores del café a la altura de su cara. Su perfil sereno, su actitud de reposo y su cuerpo relajado al relax de un pleonasmo, eran la serenidad absoluta. De ese instante quedé prendado, me hubiera gustado retratarla, pero no al conjunto de cosas, o tal vez sí, y dejar plasmada la quietud, la tranquilidad, el imperturbable sosiego. Quizá abuse del sinónimo, pero las imágenes no saben de reglas gramaticales.
De vez en vez, se llevaba a los labios el cigarro o la tasa, cada bocanada se me figuraba un suspiro y cada sorbo un deleite; algunas otras, elevaba su rostro o solamente los ojos, se rascaba levemente la barbilla y regresaba a mirar la nada.
La amé. Me enamoré de ella en ese preciso instante, o del instante en ella, no lo sé bien. Su belleza convencional me invitaba a no perderle detalle, me prohibí parpadear, aunque sí me permití cerrar los ojos algunos segundos, disfrutando y recreándome de la imagen captada en la recamara oscura de mi cerebro cuando se levantó y se fue.
No sabía su nombre, pero pronto lo averigüé, más porque se me figuraba una descortesía a que su nombre realmente importara. Era la Señora del 26, aunque lo mismo podría ser del 18 que del 33, igual podía llamarse Sonia, que Amanda o Eloísa. Se llamaba Placida, nombre que iba con su actitud pero contrastaba con su belleza, preferí llamarla Señora, así, con mayúscula.
Mis amigos me decían que además de enano estaba loco, que habiendo muchachas más bonitas y más alcanzables -alcanzables para ellos que gozaban de normalidad-, derramara saliva por un vejestorio. No entendían, y menos me entendía yo por habérselos contado, debí guardarlo en secreto, esconderlo en el álbum íntimo de mis recuerdos, ahí, juntito a donde guardaba sus burlas por mi estatura.
Después de muchas horas contemplativas y ya cuando el amor se infiltraba hasta en los tuétanos, decidí que debería presentarme, pero no podía llegar con el cascarón aún despellejándose en mi espalda y decirle; Hola, soy Humberto y usted me gusta mucho. No, tenía que ser más sutil, pero mi experiencia con el sexo opuesto valía cinco centavos.
Los días transcurrían ansiosos, hasta que me trepé a la alacena y le robé a mi madre un costalito de café sin estrenar traído de Veracruz, y acompañado de una valentía desconocida pero desbordante de testosterona, me atreví a tocar en su casa con los nudillos de Bob Dylan. Me abrió. Para colmo de mis males, se había encasquetado su cara más bella. Me turbó la belleza y la proximidad, me tartamudeo el corazón en la lengua y sólo pude estirar la mano que sujetaba el costal y decirle; Tenga, y ya mis voluntariosas piernas iniciaban la graciosa huida. Me detuvo ella al decir; Gracias Beto, pero ¿qué es esto? Mis escurridizos pies se engarrotaron al escuchar mi nombre. ¡Sabía mi nombre! y eso para mí era más de lo esperado, pero mi estúpida inocencia hizo acto de presencia con toda desfachatez.
- Es que como a usted le gusta el café…
- Te lo agradezco, pero, ¿cómo sabes que me gusta el café?
Me delató mi cara de idiota sorprendido y la sangre avergonzada aglutinándose en mi caliente rostro; - Es que se me ocurrió.
- ¡Ah! que chaparrito tan ocurrente. Gracias, corazón. Se inclinó y me dio un beso en la mejilla.
Para mí aquel encuentro trastornó mis esperanzas, si bien me gustó que supiera mi nombre y más me encantó sentir sus labios en mi cachete, mi autoestima me bajó a la realidad, o la realidad mi autoestima, haciéndome reconocer que había sido sólo un gesto amable, un acto compasivo de ternura femenina nada mas, que; cómo un chamaco que apenas llega al metro de estatura y de una cabeza tan grande como la de la estatua de la libertad y unas piernas corvas, pueda inspirar otra cosa a alguien tan hermoso. Si casi no tengo cuello y mis brazos son más largos que mis piernas zambas. Cómo esta deformidad puede inspirar amor. Yo lo único que deseaba era poseer esa belleza cómo un tesoro, o travestirme con su piel para ser hermoso. No quería su ternura, ni que me pobreteara, ni quería su compasión, deseaba que me amara cómo yo a ella, pero con esta figura no podía aspirar más que a la simple y lejana contemplación.
Sufrí por mi desventura, por mi terrible osadía que dejó al descubierto mis sentimientos, porque mi estampa ridícula no podía provocar otra clase de sensaciones que no fueran mofas o piedades. Tendría que conformarme con mi ventana, con suspiros apagados por una realidad aplastante. Qué le iba yo a hacer si no conocía a ninguna muchacha de mis características, y aunque la conociera, dudaba que fuera tan bella cómo la Señora. Es cierto que era un enano, pero sólo del cuerpo, mis aspiraciones y gustos, eran tan grandes y normales cómo los de cualquiera. Resignado, me dediqué a seguir admirándola camuflado tras los cristales.
En cierta ocasión que llegó a visitarla el hombre que más la frecuentaba, la conversación se fue acalorando. No se escuchaban los gritos pero los gestos evidenciaban una riña, de pronto, el hombre le atizó un tremendo golpe en el rostro. Me enfurecí, no podía ser que alguien se atreviera a mancillar tanta belleza, que se maltratara un rostro sereno y dulce. Me apresuré a llegar hasta su puerta y toqué fuerte y repetido, hasta que salió ese hombre hecho una fiera y me hizo a un lado sin voltear a verme como quien aparta a un niño, cerró de golpe la puerta y se marcho vociferando.
No quise insistir, no me atreví a ver un rostro tan bello estropeado por algún moretón. Mi labor estaba cumplida y mi amada ya estaba a salvo. Me maldije por no ser más fuerte y grande para darle su merecido a aquél barbaján. Regresé al anonimato de las cortinas.
Días más tarde regresó aquél truhan y la riña no tardó en comenzar. Al primer golpe que le atestó, por instinto corrí a la caja de herramientas de mi papá  y tomé una gran llave de perico, llegué rápidamente hasta su puerta y un instante antes de que tocara, abrió la Señora cómo queriendo escapar, con lágrimas en los ojos y golpes en el rostro que la sangre evidenciaba, pero aquel hombre la jaloneó del cabello y la metió de nuevo. La puerta ya estaba abierta y mi furia también. Salté sobre él y le di un fuerte golpe en la cabeza. Cayó primero de rodillas y en seguida su cara se estrelló en el piso. La sangre borboteaba por un costado de su cráneo y me paralizó el terror de haberlo matado. La Señora me miró angustiada y sin poder emitir palabra alguna. Entonces reaccioné y huí a encerrarme en mi casa.
No tardó en llegar la policía, el edificio era un bisbiseo de abejas. Yo me tapaba los oídos para apagar las voces, pero quien gritaba mas fuerte era la de mi conciencia, repitiendo en mi mente la imagen del hombre derribado y la mirada afligida de Placida. Un oficial se apareció en mi casa y me encontró ovillado y tiritando en un rincón con la llave de perico ensangrentada a un lado.
Todo fue en vano, mi amor, mi furia, mi heroísmo. Me recluyeron en una correccional para menores. Salí habiendo cumplido la mayoría de edad. Supe que la Señora se había mudado de casa inmediatamente después del incidente. Yo regresé a la soledad de mi ventana ya sin vista al paraíso, convencido de que a la vida le caigo mal.