sábado, 28 de agosto de 2010

Catrina


Venía sólo a mirarlo, silenciosa, escondida. Él supo después que venía por sus palabras, cauta, tímida. Le enchinaba la piel su discreto reflejo en el cristal a lo lejos, le aterraba su presencia pero le inspiraba. No podía mentirle, lo sabía, y procuraba no hacerlo en sus manuscritos. Cuando le decía, flaquita, es que lo era; si le expresaba su admiración y respeto por ser mas justa que el azar, no le mentía. Le temía. Por su juicio insobornable, por la eficacia en su encomienda, impía. Apenas llegó ahí y comenzó a presentirla, se dedicó a escribirle sólo palabras bellas, sincero. La deseaba pero le rehuía. Quizá inconscientemente inició este juego de misivas, donde le escribía, cariñoso, que era la gran incomprendida. Al principio, intuía su presencia con un escalofrío, ahora, la percibía sereno, anhelante, y la miraba de reojo en el cristal a lo lejos, con su mirar triste de lamento de grulla aunque viniese vestida como catrina. Con su silueta donosa en que se viste la carnalidad. ¿Por qué no se acercaba? ¿Qué la detenía? Si en ella misma la puntualidad se define. En tanto se mantenía cautelosa, coqueta, sensual y escondida. El, con su lúdico tejido de palabras escritas, y esas prosas dirigidas a ella, la frenaban, suponía, se empeñaba más en su labor porque la pretendía al mismo tiempo que la resistía. A ella, a la villana, a la insensible, a la reina del reproche y emperatriz de la injuria, a ella, anfitriona de lágrimas pocas o nulas palabras de amor le han ofrendado nunca. Y le escribía amoroso que en su mirada profunda cabía el universo, que su tacto glacial reservaba cándidas caricias, que en su pálido tórax se mamaba consuelo, que su eterna sonrisa era virgen de besos, que en su coxis de mármol se fecunda la vida. Ella le miraba, ¿enamorada? ¿vanidosa? ¿agradecida? quizás, y dudaba. Jamás se había visto que su pulso vacilara, pero la sentencia de él, sin explicación, se posponía día con día. Él, escritor de vocación, dedicó su vida a la narrativa, sus palabras y oficio lo condenaron al encierro, y un sumario veredicto le sentenció los días. Le escribió porque era su labor y pasión, y al descubrila, piadosa, discreta y tímida, se propuso seducirla, pero a ella no se le engaña, lo sabía. Ella leyó la sinceridad de sus palabras, aunque no fue capaz de encontrar en sus versos el sutil ocultamiento de su cobardía ni el hartazgo a la vida. La anhelaba. La deseaba cada noche, cada amanecer, pero le temía. Ella, inescrutablemente, también.