sábado, 14 de agosto de 2010

Pronóstico de una añoranza

Sólo tengo el tacto de su palma en mi palma, de mi mejilla en su mejilla, tan sólo eso y un saludo que se prolonga más allá de lo habitual. Nuestras búsquedas con pretextos simples y obvios que prometen algo, quizá nada, tal ves simplemente otro encuentro con besos de mejillas. Mi mano en su codo alguna vez, su mano en mi antebrazo otra, al bajar la escalera y al trepar una banqueta. Nada. No tengo más que su tacto, y una ida a comer que abrió paso a un quizá alentador, cimentado en la cuerda floja de una rica plática de confidencias que regularmente no se atreven a salir a la luz durante un primer acercamiento.
No me fio, cuántas veces he confundido señales. Sólo hay tacto de palmas. No hay mano sobre mano ni mucho menos dedos entrelazados, pero ese saludo extenso que no queremos deshacer transmite deseo de no separación, una intrínseca promesa de buscarnos más tarde, y una leve descarga eléctrica que seguramente sentimos los dos, o tal vez sólo la habré sentido yo.
Menos su mano, habría escrito Miguel Hernández en mi lugar, todo es confuso, todo es futuro fugaz, todo es postrero, todo inseguro. Sólo su tacto es lo que tengo, más la certeza de saberme casado, de saberla casada y no tenerla cazada. Nada. Miradas alentadoras, llamadas o encuentros frecuentes para simplemente saludarnos.
A veces pienso que me piensa, y me regocijo al trazar éstas líneas imaginando que ella lo hace también o que me incluye en sus sueños. Vanidades. Quimeras. Asirse al aire. Otras veces hallo ese brillo en su mirar y ese guiño en su voz que me alientan y desconciertan, entonces, endulzo la mirada e imposto varonil la voz con la alevosía de un vendedor. Vaya redes de vapor.
Prisa de tortuga, me exijo. He errado tantas veces señales sin contraseña que no debo permitirme un nuevo tropiezo. Ya no, la lección debí asimilarla a fuerza de repetirla tantas veces en la pizarra de la desilusión. No quiero herirme, ni a ella, ni a los suyos ni a los míos. Sé que mi cabeza se instruye pero mi corazón es el testarudo, y en estos menesteres ni para qué intentar tomarme el pelo cuendo sé de antemano que mi sentir se ha impuesto siempre sobre el intelecto, y de nueva cuenta ahí voy con mis cuatro patas, haciéndome trampas robando aforismos a poetas; soy monógamo pero no fundamentalista.
Pero qué me hago tonto, ya estoy divagando en infidelidades futuristas y resolviendo dilemas que seguramente jamás llegarán porque nada tengo, tan sólo roces de pieles en zonas que apenas transmiten poco, mas la inefable convicción de saberme atrapado por su belleza y su tacto de seda. Demasiadas expectativas para un prolongado apretón de manos. Si fuese Miguel Hernández concluiría: El amor ascendía entre nosotros como la luna entre las dos palmeras que nunca se abrazaron.