sábado, 14 de agosto de 2010

Antagonismos ciránicos

“Erase un hombre a una nariz pegado”. Así inicia el soneto de Quevedo seguramente dedicado a Cirano de Bergerac, y así comienza esta historia, pero al revés, con aquella jovenzuela que presumía orgullosa una nariz diminuta y respingona. Ella cantaba en el coro juvenil de la iglesia del Espíritu Santo, y al verla, me llamó la atención que cómo algo tan pequeño, su nariz, atrajese mi atención por su altivez. Me cayó gorda de inmediato y sin saber por qué; creo que fue un odio a primera vista, quizá, porque aquella promesa de nariz, contrastaba con la protuberancia cuneiforme de mi cara. Me imaginé, que un segundo antes de que naciera, el divino creador se hubiera percatado que había olvidado ponerle la nariz al rostro y sólo alcanzó a pellizcarlo.
“La vida te da sorpresas”, cantaba aquel alegre borrachín de la historia de Pedro Navajas, y a mí me tomó desprevenido cuando ella se instaló en mi mismo grupo. Así, sin apenas darnos cuenta, cómo las casualidades que premedita el destino, nos fuimos haciendo amigos entrañables. Descubrí lo superlativo de su alma y lo relativo del pequeño apéndice que adornaba sus facciones en medio de un par de enormes ojos estilo caricatura Manga. También intuí que mis feromonas, no puedo atribuirlo a otra cosa porque fui, soy, y moriré siendo feo, habían hecho un romántico efecto en aquella inocente naricita, y que al paso del tiempo, no mucho, la traía ya, como se decía, arrastrando la cobija. Me valí de la inesperada suerte y me hacía cómo que la virgen me hablaba, jugando a hacerme el interesante.
Además de feo, he sido un patán; le restregaba en sus narices, diminutas, pero narices al fin, y aprovechándome de su incondicional amistad, de mis conquistas amorosas, reales y ficticias, nomás por doblegarle ese orgullo, tan altivo cómo su nariz, para que confesara abiertamente lo que yo sabía de antemano, todo sea por revitalizar mi ego oxidado.
“Sorpresas te da la vida”, continúa la estrofa del beodo e improvisado cantante. Cierta ocasión, en una borrachera de aprendices, exprimiendo botellas y devorando frívolos cigarrillos, nos preguntábamos cuáles serían los atributos que debería tener la mujer con la que nos casaríamos; yo respondí, que irreductiblemente debería contar un par de hermosos portapesones y un trasero erguido y desafiante. Desde luego, todos los contertulios coincidieron con el modelo corpóreo.  Además, empecé a describir y al mismo tiempo descubrir, no sin dejar de asombrarme que cada una de las cualidades que mencionaba ella las tenía: afectuosa, inteligente, cariñosa, comprensiva, ordenada, y un centenar de etcéteras, para que mis futuras crías no heredasen sólo mis deliciosos vicios. Pero era yo tan estúpido, un tonto capaz de abrir la ventanilla de un submarino sumergido, que no me había percatado de mi buena fortuna. “Ay Dios”, termina el canto del borrachín. No cabía duda que Dios también me quería. Fue hasta entonces que me decidí, y urdí un plan dizque romántico, para pedirle que intentáramos un noviazgo. Ya en el cine, no hicieron falta palabras, el silencioso lenguaje de labios enamorados y ojitos de borreguito sellaron el compromiso, en tanto que en la pantalla, un hombre violaba a una mujer mientras cantaba “cantando bajo la lluvia”, pero a nosotros nos valía madre. Teníamos un montón de besos sin estrenar, besos llenos de preguntas, inmortalizando el tiempo en un rato.
Han pasado treinta años y aún la amo, ha transcurrido mucho tiempo y su diminuta nariz me sigue fascinando, de fascinación, no de fascismo, bueno, también. Debo reconocerle que siempre me ha ganado por una nariz.