sábado, 14 de agosto de 2010

Un bello día

Era un día demasiado bueno como para morir, pensó al asomarse por la ventana. Un hermoso día soleado de primavera; con nubes de algodón, parvadas jugueteando en el cielo, y un viento impetuoso como los de febrero. Estadísticamente no era un día propicio para el suicidio. Pero las estadísticas no importan. Su culpa no tardaría en ser descubierta y no podía esperar a que llegaran los días tristes de invierno. Si no actuaba de inmediato, otros tomarían la decisión por él, y esta forma de muerte sería sin lugar a dudas terrible. Al observar el día, se le antojaba como para llevar al parque a los críos. ¡Cuanto los extrañaría! Se imaginaba correteándolos por el parque atacados de la risa, y su mujer, a la sombra del árbol que ambos llamaban de los recuerdos, sonriéndoles con ternura. Cuanto la iba a echar de menos; su compañera fiel, su refugio, su alegría, su fortaleza. No podía permitirse que ella sufriera su vergüenza, y si intentaba escapar, tarde o temprano los encontrarían y sufrirían las consecuencias; no solo él, sino también ella y los niños. Temía más que a su vergüenza y la cárcel, la ira de sus perseguidores, por eso tomó la firme decisión durante la eterna noche anterior. Tomar la vida (o la muerte) en sus propias manos tenía que ser, por necesidad, más agradable que la que le esperaba acechando en el inevitable destino. Opciones hay muchas. Podía tirarse del puente al caudaloso río de vehículos, pero esto le costaría la vida a uno o más inocentes. La desechó. Podía, como en las películas, cortarse las venas o intoxicarse con cuanta medicina encontrara en su botiquín, pero temía que el breve tiempo en que su mujer llevara a los niños a la escuela y regresara, no fuera suficiente y espantara a la parca antes de tiempo. También esa idea fue descartada. Había otras, como rociarse de gasolina y prenderse fuego, pero la sola idea le aterrorizaba. Si se clavaba un puñal en el corazón, temía que el impulso inicial no fuera bastante fuerte y no lograra perforarlo, y si fallaba en el primer intento, temía que el dolor le debilitara el coraje para empujarlo a fondo. Así que se decidió por un revolver. Sólo dudaba si debía apuntar a la sien o tragando el frío cañón de la pistola, aunque ese detalle lo resolvería de último momento. Durante la noche anterior, dejó a su esposa un adiós escrito con las cobardes razones por las que tomaba esa decisión, esperando que lo comprendiera y algún día llegase a perdonarlo. Le dejó otra nota para sus viejos. Besó a los niños y a su mujer como cada mañana antes del colegio y se asomó por la ventana de la recamara para despedirlos y arrojarles por el viento, un último y doloroso beso.