sábado, 14 de agosto de 2010

Encajes

Deseaba la invisibilidad absoluta, un mágico poder que controlara a su gusto y conveniencia, y no solo pasar inadvertido como tanta gente que sin proponérselo lo consigue. Soñaba. Tenía un plan perfectamente trazado por si Dios, o alguna lámpara maravillosa le concedían su deseo. Mientras tanto, en lo que su sueño dorado se volvía realidad, iniciaba pininos en el bello arte de los besos y arrumacos. Cada noche, más bien, cada vez que a Carina se le antojaba, lo llamaba e iba a su casa a una corta sesión de caricias y zalamerías clandestinas. Ella, dos años mayor, y con mas oficio magreatorio, le enseñaba a navegar por un cielo nuevo en cada ocasión. Se sentaban al sofá, apagaban una luz, y encendían junto con la tele sus apetitos concupiscentes. La práctica amatoria nunca iba más allá de besos y abrazos, en contadas ocasiones, dependiendo de la voluble e inescrutable fogosidad de Carina, le dejaba palpar sus senos por encima de la ropa, pero esta vez, que ella portaba una blusa con botones más frágiles que su voluntad, pudo traspasar la primer barrera y su mano hurgaba los encajes del sostén. Entonces, escuchó como un retumbo la voz de su tío que le gritaba; “Pero que estás haciendo maldito huerco infeliz. ¡Si es tu prima!”. En ese momento, pero más que nunca, deseó como nunca antes la invisibilidad completa.