sábado, 14 de agosto de 2010

Descubriendo Amércia

Ya sabía de su existencia pero no la conocía en vivo y a todo rosa y negro. Claro, eran otros tiempos, cuando conseguir una Play Boy cargando 13 años en su haber era una tarea harto difícil para cualquier mocoso de esa edad. El simple nombre me excitaba: Vagina. Era el fruto prohibido, el sueño deseado e inalcanzable para un puberto recién expulsado del cascarón por el ángel de la libidinosidad. El día que la vi de cerca, si es que proximidad se le puede decir a poco más de un metro de distancia, no concebí que algo tan bello tuviese un nombre tan inapropiado. Ahora, ya con un vocabulario de adulto, me sigue pareciendo un sustantivo equivocado. Acepto sin conceder, que los médicos lo refieran con ese término, como llamar falange a un diminuto hueso o aorta a una arteria, pero el sexo de una fémina no puede tener un nombre tan técnico. Vagina. Aún si ahora me preguntan cómo debe llamarse, sigo en blanco, sin dar con el término exacto. Sinónimos hay por decenas, que van desde los poéticos, pasando por los cursis, los vulgares y los nacos hasta la aberración. Desde ese entonces le llamo simplemente sexo, aunque la expresión me resulte ambigua y muy refutable.
Llegó ese día la vecina Fulana, amiga de mi madre, con su hermana menor, Violetta, recién desempacada del Edén a presentársela ya que se mudaría a vivir con ella. Por motivos que no recuerdo y que ni valen la pena indagar en el olvido, me recuerdo en la sala de mi casa sentado con tres mujeres, con Violetta colocada frente a mí con su sugerente falda. Un pequeño triángulo blanco bajo su faldilla llamó a trompetazos mi atención, que aunque yo fingiera mirar hacia otro lado, aquello me atraía con un magnetismo de hipnosis, por no decir que me tenía completamente idiotizado. Violetta debió darse cuenta porque estaba peor de aburrida que yo en aquella plática vecinal de cafecito y galletas, fue entonces que decidió divertirse abriendo y juntando las piernas, leve pero repetidamente. Mis ojos se abrían al compas de sus muslos y se cerraban hasta entornarlos como chale cuando el movimiento era inverso. Supe desde entonces, que aquel misterioso triángulo, aunque fuese enmascarado por una prenda de algodón, haría de mí lo que le viniera en gana, estaba y estoy completamente a su merced, su embrujo es más fuerte que yo. Ella lo sabía, cuatro años de más hacían una diferencia de una enciclopedia británica frente a un diccionario escolar. Decidió divertirse con su ocio y mi mente con su sutil aleteo de piernas. De un de repente, justo cuando el atrevido juego se tornaba peligroso, preguntó a mi madre dónde estaba el baño y permiso de usarlo. Yo decidí no moverme un milímetro esperanzado que mi día de buena fortuna continuara. Regresó a su lugar acompañada con un suspiro de alivio de mi parte que la conminó a sentarse. Maldije mi suerte por un instante al no poder encontrar más aquel triángulo claro y maravilloso, sujeto de mi más primitivo instinto animal. Pese a que su falda y sus muslos se encontraban de nueva cuenta en la posición original, la oscuridad de su entrepierna era absoluta sin el menor atisbo de una pista de su pantaleta blanca. Entonces… se hizo la luz. Abrió un poco sus muslos y me sonrió la felicidad pilosa acompañada de una carta de recomendación avalada por Eros, con un certificado de calidad de satisfacción total o la devolución de la cordura. Sudé. Literalmente sudé, y hoy le otorgaría un Oscar a la veracidad, a la escena de Sharon Stone mostrando impúdica su sexo ante una concurrencia masculina, embelesada y sudorosa. Hubiese dado respingos de algarabía al descubrir el tesoro del pirata de no ser porque estaba petrificado voluntariamente en mi asiento de vista panorámica. Me sentí Cristóbal Colón en la tierra prometida. Violetta sonreía disimuladamente con ambos labios. Me tenía a su entera disposición y lo sabía, a partir de ese momento era yo su esclavo leal y sin afanes de insurrección. Supe, sin necesidad de poseer dotes adivinatorias que mi historia en ése momento se partía en dos; en un antes y un después de mirar a la cara un sexo de mujer. Hoy, soy adorador de ese oráculo sagrado, de esa magia de continuo estreno que posee un coño aunque se trate del sexo de damas de alquiler. El monte de Venus -lo nombro así solo por citar un sinónimo poco vulgar y de los más acertados-, regala una calidez (y con éste adjetivo no me refiero exclusivamente a la temperatura) que invita a comprar un pedazo de terreno a perpetuidad. Viene equipado con aire acondicionado,  acolchonado con nubes primaverales, y sonido estereofónico de alta infidelidad. Confortable como baño de espuma, y tan convincente y seductor cual serpiente con manzana.
Escasamente una semana después, logré estar de frente con él. Violetta, con sus hormonas en grado superlativo, y su moralidad relajada; y yo que ya le había vendido el alma y endosado mi acta de nacimiento, fui presa facilísima de un supuesto engaño con guiños de complicidad. Llegó a casa preguntando por mi madre cuando ésta se encontraba de compras con su hermana y ambos lo sabíamos. Qué hombre que se precie de serlo, aún cuando sólo tenga trece años de historia, se atrevería a culparla de acoso sexual o corrupción de menores. Le abrí de par la puerta de la casa y de mi colmilluda ingenuidad, intuí con un brote espontáneo de sabiduría, que el ocio y el aburrimiento se combaten con una pizca de morbo, pero desconocía que se puede iniciar un fuego con la intensidad de un bosque en llamas con roces apenas de leña adolescente. Después de un juego burdo e inútil de preguntas vacías que van a ninguna parte, de un devaneo con tintes de regateo, por fin pasamos de la impaciencia a los hechos. Violetta me fue mostrando su sexo en pequeñas dosis hasta llegar a la Y griega de sus muslos, en tanto yo me hincaba a adorarlo y admirarlo de cerquita. A escasos centímetros del epicentro de mis anhelos, me embriagó la fragancia de su cuerpo, no exagero al decir que aquella fue mi primera borrachera, aquel aroma me inundó como un tsunami gigantesco de sensaciones y emociones inéditas que me iluminaban la entraña y erotizaba la dermis. Una corriente eléctrica me sacudió el espinazo. Me traicionaron entonces la edad y la calentura. Manché mi pantalón con un grifo prisionero, y una queja derrotada me delató por completo, a tiempo que se escuchaban taconeos maternos acercándose a la puerta. Nos sentamos a distancia y simulamos hablar de programas de televisión, ella adoptando una postura de niña norompeplatos y yo cubriendo con un cojín la bragueta. Pronto, vecina y hermana, se despidieron de nosotros, Violeta de mi mejilla con un beso esperanzador acuñado de ilusiones, y susurrando coqueta con tibio vaho en el lóbulo de mi oreja, que me cambiara el pantalón.